La primera vez que supe de ti fue el día de tu muerte. El 1 de noviembre de 2012, el profesor de literatura nos dijo que Agustín García Calvo había fallecido. Un poeta zamorano que había dado clase en las aulas donde recibí la noticia. Los alumnos leímos algunos poemas y colgamos una foto tuya en el tablón de anuncios.

Volví a encontrarte en una tienda de libros de segunda mano, en Salamanca. Yo era un aprendiz de jurista dispuesto a reformar el Estado de Derecho a lomos de un rocino. ¿Qué es el Estado?, se titulaba el libro. Me descolocó la lectura, no me agradó, porque atacaba las bases del edificio que estaba levantando en mi cabeza. “Tú te lo irás diciendo cuando te dejes decir algo”, leí en tu Registro de Recuerdos años después, ya en Madrid.

Como si la única forma de acercarse a lo verdadero fuera a través del susurro. Unas palabras dichas en voz baja: cuando te dejes decir algo, te lo irás diciendo. Como si esa frase hubiera estado ahí, aguardando, para tenderme una mano amiga. Cuando la inercia y la cobardía me empujaban hacia el lugar del entusiasmo fingido, encontré en ti un interlocutor providencial. Lejos de mí la intención de santificarte, Agustín. Un interlocutor que me decía cosas que nadie me había dicho antes, o que quizá me dijeran cuando yo no estaba preparado para escucharlas.

Después de empaparme de tus análisis de la sociedad del bienestar y de tus invectivas contra el veneno de la identidad, quise saber más. Había leído a un escritor capaz de rescatar el olor de una flor muerta y, también él, azada al hombro, arremetía contra la Realidad a través de la lengua. Decir es hacer, asegurabas. Y me enseñaste que el saber siempre es expansivo, que merece la pena intentar decir algo que no sea lo ya dicho, que el conocimiento, además de servir al poder y al Dinero, también puede colocar interrogantes encima del altar. Que quien busque un ídolo, encuentre un signo de interrogación. A ver qué sucede.

Lanzo al aire este enjambre de palabras vivas para que tu voz encandile a alguno de los lectores

Tus libros también me llenaron de ganas de abrazar el terruño. Vi escritos, por primera vez, los palabros zamoranos en tu Comuna antinacionalista. Y creí que sí, que también se podía hacer literatura con los sustantivos no registrados que mi abuela usaba. Qué garbo encierran dentro palabras como archiperres, chupitainas o ferruje. Tu escritura guardaba dentro el olor a pan de hogaza, a las faldillas caldeadas por el brasero de cisco y, al mismo tiempo, se deslizaba por la hoja con el nervio vivo de la razón inquiridora. Nunca vi yo cosa igual.

Ahora, mientras escribo esto, busco volver al primer deslumbramiento. Un atisbo. Una intuición que brota. Y creo que fue cuando leí: “La voz de Sócrates es un encanto perpetuo para los oídos de los muchachos…” Cerré el ordenador. Algo había en ese texto. La lectura de ese texto como punto de quiebra. Estaba preocupado por convertirme en un hombre hecho y derecho; temblequeaba como un cachorro enfermo. Y tú me convenciste de que la única verdad última es que no hay verdad última, y de que ya era hora de dejar de subir una montaña cuya cima no quería coronar.

No será para tanto, me digo a veces. Pero sí, no es hipérbole, creo que es verdad que me encontré en lo que tú escribiste. Y me consuela pensar que en la vida nunca llega uno antes de tiempo. Una mentira que cada vez me gusta más, porque me reconforta.

Leí en ti que el idioma es un lugar en el que naces, un elemento que engendra realidades y también una herramienta que subyuga. El nombre acota, fotografía y deja fuera del plano algo que estaba ahí antes del nombre. En tu Registro de recuerdos, leí: “Dije “¡Hazte! ¡luz”, y, en el mismo instante, con la palabra hice, para vivir en eterna guerra en contra de mí mismo, la Realidad”.

Cómo no escribir, amasar la materia prima que es la palabra, después de estos fogonazos.

Sigo leyendo tus libros, relatos, artículos y los recortes de prensa en la web de Lucina. Si tengo alguna duda, voy al buscador de la web que dirigen tu hija y tu nieta, y tecleo ahí. Cierro el ordenador con más dudas y con una única certeza —que alivia el peso de ser uno—: este señor zamorano ya pasó por aquí antes que yo.

A veces, estoy semanas sin leerte, dosifico tus escritos porque me asusta llegar al final. No quiero que te me acabes nunca. Escucho tus letras interpretadas por Chicho, me imagino la relación cómplice de vosotros dos, te veo en la Boule d’Or y en el Ateneo de Madrid rodeado de estudiantes que impugnan y profesores inquietos. Vuelvo a vivir en ti la revuelta del año 65. Me meto en la piel de un alumno cualquiera, mirando por la ventana de un autobús: va hacia un pueblo zamorano —reproduciendo un parlamento en su cabeza— para interpretar a Shakespeare con el grupo de teatro que tú dirigías.

Vuelvo al instituto donde recibí la noticia de tu muerte. Tenía dieciséis años y estaba huérfano de maestro. Los profesores no eran personas que avivasen la llama del saber. Eran gente maja, preparada para calificar exámenes y clasificar alumnos. Vuelvo al momento en el que recité uno de tus poemas. Pienso en el efecto mariposa y las entretelas del tiempo: un lepidóptero aletea en 2012 y su efecto se deja sentir en 2019.

Mortua scripta manent, vivida verba volant. Muertos yacen los escritos, vivientes vuelan las palabras. Leo en alto este texto en las aulas de la complutense, donde ejerciste la cátedra.

Lanzo al aire este enjambre de palabras vivas para que tu voz encandile a alguno de los oyentes.

Y ya me despido; agradecimientos, Agustín, que son flores amarillas que son abrazos desde el más acá.