Las distinciones otorgadas esta pasada semana por la prestigiosa Guía Michelin a dos restaurantes zamoranos que presumen de excelente cocina circunscrita a los productos de la tierra, bien valen como gotas de esperanza en las que diluir la negrura de los titulares respecto a la escalada del COVID y la constante sangría demográfica de las últimas estadísticas del INE. La gastronomía se ha convertido en un referente de atractivo turístico, tanto como los paisajes o los monumentos.

Justo antes de la pandemia, en 2019, al tiempo que se registraban récords en visitantes en toda Castilla y León, con cifras históricas en Zamora, a la hora de desglosar el desembolso de los que acudían a conocer los rincones de la región, destacaba el impacto económico generado por el turismo gastronómico con una cifra de gasto en restauración de casi 300 millones de euros, con un crecimiento de más de un 43%. Cuando ese impacto se produce en poblaciones con dificultades para el desarrollo y que tampoco destacan en el ranking de los rincones más turísticos de provincias como Zamora, como es el caso de Benavente, con la estrella Michelin renovada, o la concedida en Castroverde de Campos, su valor se eleva exponencialmente.

En ambos casos, la excelencia culinaria va de la mano de un producto de calidad y de proximidad. La actividad ganadera y agrícola del entorno se revelan, una vez más, como el motor inicial de una cadena cuyo eslabón final lo conforma el talento culinario capaz de convertir la rica materia prima en exquisitos manjares. A falta de fábricas de transformación, los restaurantes zamoranos se convierten, por la vía de los paladares más exquisitos, en el último escalón productivo que sí genera IVA añadido. Y con ellos, mataderos de aves a ganadería extensiva, agricultura sostenible y otros productos delicatessen que se esconden en las tierras como la micología o las trufas, van componiendo las piezas de un motor cuya potencia puede convertir las gotas de esperanza en torrente de futuro.

La actividad ganadera y agrícola del entorno se revelan, una vez más, como el motor inicial de una cadena cuyo eslabón final lo conforma el talento culinario capaz de convertir la rica materia prima en exquisitos manjares

Para conseguirlo solo existe un requisito indispensable: cuidar esa producción agrícola y ganadera como merece, porque los profesionales que están a su cargo son los responsables no sólo de las exquisiteces de mesas Michelin, sino de toda la despensa que garantiza una correcta alimentación, a través de los mercados, a los hogares en general, mucho más allá de las fronteras provinciales. No existe una misión más importante que la de garantizar la nutrición de toda una sociedad. Y ya es hora tanto de reconocer ese papel del campo como de que sus propios protagonistas sean conscientes de su verdadero estatus, en lo más alto de la pirámide de las necesidades básicas.

Los discursos de políticos y expertos están llenos sobre la necesidad de innovación en el campo. Hay un enunciado certero y es que el sector primario del futuro más inmediato será sostenible o no será. La cualificación se convierte, pues, en imprescindible, acompañada de la aplicación de tecnología en busca de mayor rentabilidad. Pero disminuyen los titulados en ingeniería agrónoma. Y en el campus Viriato de Zamora, el grado en Industrias Agroalimentarias, pese a figurar en los prestigiosos rankings universitarios de Shanghai, ha estado a punto de desaparecer hasta un merecido resurgimiento el curso actual. Afortunadamente, a lo ocurrido en Industrias Agroalimentarias pueden sumarse a otras honrosas excepciones como la que protagonizan en Zamora las cooperativas de ovino, o la Fundación de Escuelas Lácteas, por cuyos cursos de formación se interesan desde otros territorios de referencia como Galicia y Asturias, abriéndose también a Latinoamérica.

Ese aparente desinterés por los estudios relacionados con el campo camina parejo a la escasa consideración de lo rural frente a lo urbano, referente único de éxito. Y como consecuencia, existe también una baja autoestima por parte de una buena parte del territorio español que, pese a su relevancia, se siente estigmatizado. No le faltan razones. Esta misma semana las organizaciones agrarias volvían a reclamar la atención sobre el modelo de la ganadería extensiva, sostenible y, sin embargo, en peligro de desaparición. El conflicto por los precios de la leche persiste pese a un alza en los precios de origen que no termina de calmar los temores al cierre de explotaciones en la provincia.

Desde luego que el campo necesita completar otros eslabones de esa cadena que acaba sobre los manteles: deben fomentarse fórmulas empresariales de probado éxito como las cooperativas. Resulta llamativo que, en los proyectos conocidos hasta ahora que optan los Next Generation, la voz del mundo agroalimentario mantenga un tono contenido en provincias como Zamora. Que ayuntamientos de comarcas como Sanabria se centren exclusivamente en proyectos vinculados al turismo cultural o natural, pero nadie promueva explotaciones de productos autóctonos de gran aprecio comercial y tan caros como escasos, como las castañas o los habones.

En ese desánimo se adivina, igualmente, la renuncia a luchar contra una burocracia y unas leyes confeccionadas desde los despachos de la gran ciudad, ajenas a la realidad diaria del agricultor y el ganadero. Esta misma semana, la Audiencia Nacional tumbaba el primero de los recursos presentados por las autonomías loberas, el de Cantabria, contra la prohibición total de la caza del cánido. En el fallo, los jueces dejan claro la prevalencia de una especie salvaje, el lobo, cuya protección es necesaria e indiscutible. Pero también lo es la de las personas que viven en el mismo entorno. El fallo considera que, en el caso de los daños a la cabaña ganadera, las pérdidas son “reparables”. Se refieren, sin duda, a indemnizaciones administrativas que llegan demasiado tarde o que no llegan, debido al limbo legal creado con la revisión de las leyes de conservación.

Tampoco dice nada la sentencia sobre las consecuencias de la reiteración de esas pérdidas, en teoría, reparables. Abandono de explotaciones, emigración, pueblos vacíos. A la vista está que todo ese “efecto dominó” no ha conseguido ser reparado hasta ahora. Esa España Vaciada de la que tanto se habla, lejos de ser un concepto abstracto, la habitan aún gentes que luchan por mantenerse ellos y su entorno, cada vez más hostil. Una situación merecedora de una buena reflexión la próxima vez que nos sentemos ante una buena mesa, en casa, o en un restaurante señalado en el firmamento gourmet en un pueblo de apenas 200 habitantes.