El valor de la raíces y de un tronco sólido está en una copa frondosa con frutos abundantes y exquisitos. De igual manera, la trascendencia del patrimonio cultural para afrontar los retos demográficos no está en la exaltación de un pasado que nunca fue como se recrea, sino en la cimentación con fundamento de un proyecto de éxito en el que las personas y organizaciones puedan encontrar la energía para movilizar todo su potencial.

Eso sirve para el rural y el urbano. Para las comunidades pequeñas y las grandes. Para las regiones y las naciones. El pasado une en el ensimismamiento, aboca a la melancolía. El futuro, cuando es compartido, es fuente de energía, lleva a la prosperidad. El reto está en trabar bien el pasado al servicio del futuro.

La pandemia ha avivado el redescubrimiento del medio rural. Los valores del rural cotizan al alza. Sus causas son hoy “más simpáticas” también entre la población urbana. Es una oportunidad, pero hay que tener cuidado con las etiquetas que funcionan a la contra con la mejor intención, que comunican en negativo, evocando ausencias, expulsión, y abandono.

La diferenciación entre lo rural y lo urbano es hoy más teórica que práctica. Vivimos en la sociedad de la información y la movilidad, cada vez más frecuente y a más velocidad. Los desplazamientos permanentes por razón de trabajo, acceso a servicios y ocio son intensos en ambas direcciones. Los urbanos tienen segunda residencia en el rural y eso lleva negocio, consumo y modos de vida alternativos a los pueblos. Los vecinos del rural también tienen segundas residencias en la ciudad, para el estudio de los hijos, para invertir o aproximarse a los servicios sociales y de salud cuando son mayores.

Hoy, el rural, como el urbano, se la juega no en el espejo de la identificación con un pasado que nunca fue ni volverá, sino en la construcción de un proyecto de futuro, que sepa activar sus oportunidades en la nueva economía digital y sostenible

Las diferencias culturales son escasas y cada vez menores. La cultura rural es patrimonio de todos, en primera o segunda generación. Las desigualdades entre el medio rural y el urbano se ventilan en diferencias de acceso –a las infraestructuras, a los servicios, a los mercados, a la red, etc.- y del coste que ello supone tanto para vivir como para emprender.

El pueblo ofrece proximidad y vínculo con la naturaleza, acercamiento a la producción de alimentos, vecindad en primera persona y arraigo en una cultura local configurada por una historia oral y un lenguaje propio que fortalecen la identidad de grupo, con los que no es fácil hacerse cuando se viene de fuera. A cambio el pueblo exige control social, a veces férreo, difícil de soportar para quién no ha sido socializado en él, aunque hoy también facilita el aislamiento.

En la sociedad rural las relaciones primarias obligan a cargar a un tiempo con todos los roles que cada cual desempeña y, aún más, con la carga del posicionamiento de la familia y los ancestros en el complejo entramado de relaciones de la comunidad local. Esa carga puede hundirte, pero cuando se soporta construye personalidades “de una pieza”. En la ciudad cada papel se representa con sus propias reglas y tienen sus propios tiempos; esa segmentación de roles alivia, descansa y enriquece, pero puede llevar a la frivolidad.

En el medio rural se puede vivir, se vive una vida buena. Nadie quiere cambiar hoy el WhatsApp o el Facebook por el lavadero, la fragua o el alambique donde en la sociedad rural tradicional hombres y mujeres, cada cual en su papel segregado, intercambiaban información para llevarla a casa, dando lo mínimo y recogiendo lo máximo. Buscando ventaja en el mercado de la información en la lógica del particularismo familiar. Hoy el individuo tiene más peso que la familia, pero el mercado de la información opera con las mismas reglas: las apariencias y el desinterés interesado.

La ruralidad de moda se ha convertido en un significado de distinción para el consumo. Pensemos en los productos y marcas que se asocian a su procedencia rural, con sus connotaciones de origen, naturaleza y autenticidad. El riesgo es que los propios residentes rurales se acomoden a esa simulación. Que se identifique ruralidad con tipismo, folclorismo y tradiciones ya sin sentido. Que esa reconstrucción de las identidades locales se agote en la pura representación de tradiciones y rituales para la simple apología del pasado, para el turismo o para salir en los medios, aunque no respondan y aún contradigan los modos de vida, ocio y trabajo actuales, o atenten contra derechos cuya puesta en cuestión no toleraríamos fuera de tales ceremonias.

La sociedad de consumo reduce todo a signos que acaban en simulacros de aquello que pretenden representar. Tal degradación reduce el producto a su apariencia, a su exterioridad visible, con postergación de su naturaleza y su significado, hasta hacer desaparecer toda referencia material, de modo que el producto se rebaja a su excipiente. Piénsese en una bebida refrescante, que partiendo del zumo de una fruta acaba en agua con sabor a aquella fruta y burbujas que evocan la vida que le falta. Imaginemos de igual modo tantos rituales y tradiciones que han perdido el vínculo con la fuerza de su origen y quedan en la pura representación sin adaptarse a ninguna necesidad actual.

Hoy, el rural, como el urbano, se la juega no en el espejo de la identificación con un pasado que nunca fue ni volverá, sino en la construcción de un proyecto de futuro, que sepa activar sus oportunidades en la nueva economía digital y sostenible.

La despoblación no es una cuestión de cantidad, sino de equilibrio. Equilibrio entre población y territorio, equilibrio entre generaciones, equilibrio entre hombres y mujeres, para garantizar el apoyo mutuo, la transmisión del patrimonio material e inmaterial, y la reproducción de la comunidad local sin discontinuidades.

La baja densidad del rural en un país y una comunidad de baja densidad puede ser clave para mantener la calidad de vida y acaso también la cantidad, ya que contamos con una de las esperanzas de vida más altas del mundo. El territorio alberga todo nuestro acervo natural y cultural y todos los recursos para la transición a una economía más verde. Es una ventaja competitiva, si está habitado en equilibrio.

El patrimonio institucional que representan nuestras entidades locales es un compromiso con la identidad territorial que responde no a exigencias actuales sino a razones históricas y de autoestima, pero puede encontrar vida nueva en la plasticidad de la administración digital, si se saben activar y sostener la redes de cooperación y gestión que se precisan.

La diversidad cultural que aportan las personas inmigrantes abre horizontes y enriquece. Pero hay que dejar de verlas solo como fuerza de trabajo que va y viene, y acogerlas con todas las consecuencias de la vecindad.

El medio rural de hoy es más diverso, abierto e igualitario que nunca. Las desigualdades que afronta se defienden en términos de igualdad de derechos, abriendo el foco de lo local a lo territorial, y acertando a politizar sus exigencias de equidad en el marco de proyectos de país que reconozcan la complejidad de las decisiones públicas, para que sean sostenibles y no queden en ocurrencias. En definitiva, la cultura en la lucha contra la despoblación no es cuestión de culto al pasado, sino de cultivo del futuro.

(*) Sociólogo, consejero del Consultivo