Es un río vacío, ya que no puede navegarse por él. Parece una masa sólida. De ahí que no suministre demasiada vida a la ciudad. De vez en cuando, lo cruzan algunas personas por un medieval puente de piedra. Ese día comienza a estar oscuro. Es casi de noche, y los que por allí transitan no parecen nadie. Pero son alguien. Son gentes que regresan a su casa procedentes del centro neurálgico de la ciudad que se encuentra justo al otro lado, donde están las tiendas, los lugares de ocio y los servicios públicos, incluidos los hospitales. Ese día, uno de los hombres que lo atraviesa ha llegado a ver a un viejo compañero de trabajo, con el que hacía tiempo había coincidido en alguna localidad del norte. En algún lugar donde no escaseaba el empleo.

Ese compañero, ahora vive en un pueblo de la provincia. Pero hoy se había desplazado a la capital para asistir a una manifestación en la que se reclamaba una mayor y mejor atención sanitaria. Porque en su pueblo no hay médicos, y cuando se necesitan sus servicios la gente tiene que desplazarse a la ciudad, porque no se maneja bien con Internet, y el teléfono móvil unas veces dispone de cobertura y otras no. De hecho, para poder hablar hay que situarse a la salida del pueblo, en un lugar estratégico, y cazar al vuelo las señales de radio de baja potencia que envían desde vete a saber dónde. Para él, ahora, su mundo está localizado en su pueblo, ya que es el lugar donde nació, donde pasó los primeros años de su vida, donde le prepararon en la escuela para poder incorporarse a un instituto y continuar estudiando. Aunque de eso hace ya muchos años.

Los que quedan no tienen la culpa de que, poco a poco, la gente haya ido tomando las de Villadiego para buscarse las habichuelas. O quizás si tenga la culpa, por no haberse plantado, en su momento, ante el ninguneo al que se habían visto sometidos

¡Nada, tú no sabes nada! le han llegado a decir esa misma mañana, cuando estaba tomando café en la Plaza Mayor, haciendo tiempo para incorporarse a la manifestación. Se lo ha dicho una antigua jefa, después amiga, que estaba sentada en la barra del bar. Se la ha encontrado por verdadera casualidad, porque pensaba que iba a estar solo. No ha podido evitar sorprenderse al recibir tal mensaje. No lo ha entendido. Poco a poco su antigua jefa, y sin embargo amiga, le ha explicado que el hecho de manifestarse para exigir una mejor atención sanitaria “da una imagen negativa de la sanidad en la provincia, y no ayuda a que vengan médicos”. Ella, a su vez, se lo ha oído decir a quien representa al Gobierno autonómico en la provincia. Y el hombre se pregunta que si eso fuera cierto, qué es lo que tendría que hacer para hacer públicas las carencias de su pueblo, para defender sus derechos. Pero no se le ocurre nada.

Piensa en su vecino, que se las ve y se las desea para sujetar esa hernia inguinal hasta que le llegue el turno para ser operado. Piensa en uno de los pocos jóvenes que quedan en el pueblo, que necesita que le vigilen ese corte que se ha hecho en la mano, manejando la cosechadora, que le impide conducir. Piensa en el antiguo maestro, hoy jubilado, que pasa más tiempo en la cama que de pie, porque la espalda no le responde. Todos ellos necesitan asistencia sanitaria. Y llega al convencimiento de que él tiene que estar allí, donde está ahora, y reclamar lo que cree que es justo. Porque está convencido de que todo puede ser mejorable. De hecho, hace unos años estaban en el pueblo mejor que ahora, porque disponían de médico todos los días del año.

Pero claro, ahora nada es igual, ya que solo quedan la mitad de los vecinos, o quizás menos. Pero los que quedan no tienen la culpa de que, poco a poco, la gente haya ido tomando las de Villadiego para buscarse las habichuelas. O quizás si tenga la culpa, por no haberse plantado, en su momento, ante el ninguneo al que se habían visto sometidos. “La culpa la tiene la población por estar dispersa y envejecida” le dice su antigua jefa quien, a su vez, se lo ha oído decir a quien representa al gobierno de la comunidad. Y, a ese hombre, le empieza a entrar una sensación de arrepentimiento por formar parte de los que abandonaron el pueblo en su día. Quizás, si se hubiera quedado, podía haber hecho algo para remediar esa despoblación, ahora tan galopante, y haber evitado ese vacío que, sin pausa, se va acelerando cada vez más.

No obstante, es de los que piensa que si su pueblo estuviera bien comunicado, si dispusiera de wifi, y tuviera asegurados los servicios más elementales, incluida la sanidad, quizás habría gente que se instalara allí, haciendo su trabajo a distancia, y el pueblo no desaparecería. Pero eso nadie lo va a tener en cuenta si no hay quien se lo diga, sin que nadie plante cara ante quienes mandan, si no se mueve la gente ante quienes sean, para hacer ver que todavía existen, que no han desaparecido, como algunos parecen estar deseando.

Su antigua jefa le insiste: “No hay que politizar la sanidad”. Se lo ha oído decir también a quien representa al Gobierno de la región. Pero, aquel hombre piensa para sus adentros, que ahora todo pasa por la política, y no por las necesidades, ni por los derechos que asisten a la gente, ni siquiera por la Constitución. Y que no queda otra que dar la lata. Que decir en voz alta lo que se viene hablando en los cafés, lo que se viene murmurando en las oficinas. También piensa que quizás lo que le haya querido decir su antigua jefa fuera algo que no se oía desde hacía muchos años: ”cuidado con hacer ruido, no vayas a molestar a los que mandan”

Cuando se le hizo la hora, se despidió de ella con un abrazo que le hubiera gustado que fuera más entrañable, más compartido. “Lo siento, no pienso como tú, yo no he olvidado”, fue todo lo que se le ocurrió decir.

El hombre del puente aún no había terminado de cruzarlo. Apoyado en el balaustre, con la mirada perdida sobre las aguas del río creyó ver que aquellas empezaban a cobrar fuerza, que se agitaban vigorosamente siguiendo el ritmo de una ópera de Wagner.