Ahora Jano ya no tiene cuatro ojos. Eso antes. Utilizaba una cara para vislumbrar el mañana y otra para asomarse al ayer. Atenea nació de la cabeza del padre. Crujido de huesos que Jano escuchó por primera vez en el hall del instituto: la diosa, esculpida en bronce, salía del cráneo de Zeus.

Algo bulle en la línea que hay entre futuro y pasado. Y suena otro crujido. Un muñón al principio al que luego le salen ojos y boca. Al fin nace ella, la tercera cara, y el líquido amniótico le cubre las pestañas. Intuye, pero no ve. Se abre el tercer par de ojos y ahí no hay trozos de carne ni pupilas ni nada. Dos cuencas vacías que se llenan con agua. Y el agua discurre hacia lados opuestos: afluentes que desembocan en Heráclito: no te bañarás dos veces en el mismo río. Ella es presente. Tiempo abolido.

Le dicen que ella es una joven, un “yo” que empieza a saberse una. No tiene nombre propio como los demás, con mayúsculas y apellidos, ni DNI. Solo presente. Es una cara de Jano, pero no se reconoce en las cuatro letras. Ella es ella, no él. Para huir de la palabra escrita —un dedo índice que quiere señalarla: tú, tú, tú—, hace suyos los cuerpos ajenos. Ve y huele el mundo no como los adultos. No como algo unívoco sino poliédrico. Manantial de saberes.

Quizá este engendrando vida. Quizá del dolor nazca otro nadie tan libre como ella

Así esquiva ella los disparos de la identidad. Ella es nadie y odiaría llegar a ser alguien.

Y como no tiene nombre, ya no es ella. Ha ido con su abuela a por las pastillas y ahora es él: un farmacéutico que lleva bata blanca y un cúter en la mano. Srrrsrrr. Con él dibuja las figuras que envuelven los códigos de barras y el sonido del metal al atravesar las cajitas. Ay. El sonido del metal al atravesar las cajitas la embriaga. Podría vivir toda una vida a este lado del mostrador: saludando ancianitas, dándoles pastillas para el dolor y placebo para la angustia. Dice adiós a su abuela y al niño de las tres caras. Ve cómo se aleja su cuerpo.

Entra en la farmacia la profe del cole. Del olor a medicamento y a profe de cole nace un aroma que no sabría definir. Mejor así. Sus piernas se mueven solas. Van a la trastienda a por unas pastillas para dormir y una crema anti edad. La profe paga y booosteza. Coge mucho aire: metempsicosis. Transmigración de almas.

Ahora es ella. La misma bata blanca y unos humanos de menor tamaño. Ella no dice, se deja decir: amarillo con azul da verde. Llega el recreo y va a tomar café con los otros. “Tienes mala cara”, le sueltan. Y ella: “No, nada”. Solo eso: nada, no. Y lo que más le gusta de ser esta otra ella son las pastitas que acompañan al café: trocitos de masa cubiertos de azúcar glas. Imita a la joven de la derecha. Come las pastas con delicadeza: el dedo meñique como si tomara el té y la otra mano bajo la cara, como un cuenco para las migas.

Llega a casa y un hombre barbudo arremete contra su cuerpo. Ella no dice sí, lo dice el cuerpo de esta otra ella. Se deja decir sí. Le gusta y aprende un nuevo lenguaje. ¿Cómo sería arremeter de esa forma contra el cuerpo de una mujer?

Ahora es él, un médico de cara redonda, llena de pelos negros. De los otros solo queda la bata blanca. Usa el fonendoscopio y tiembla al escuchar los latidos del corazón de la vieja. Toda una vida y un solo cuerpo. Toda una vida sin saber cuál sería el último. Ella habitará las pieles y los huesos, solo un rato cada vez, y nunca envejecerá. Su corazón no será una patata arrugada.

Y piensa, ya en la cama, que qué bien no haber nacido de un vientre ni tener nombre ni ser alguien. Le duele la cabeza, pero no toma pastillas. Quizá este engendrando vida. Quizá del dolor nazca otro nadie tan libre como ella.