Volar con un bebé es más ágil que hacerlo con pasaporte diplomático. No sabía qué esperar, no parecen estos tiempos muy amables para los niños, pero quizás lo sigan siendo un poco más de lo que nos cuentan.

“Sois muy decididos, eh”, me dijo nuestra enfermera de pediatría cuando le conté que íbamos a visitar a la familia en Guatemala: bebé de nueve meses, vuelo intercontinental de 11 horas, telón de fondo pandémico. El escritor egipcio Naguib Mahfouz decía que el miedo no evita la muerte. El miedo evita la vida.

Estrategia y flexibilidad. Dos artes que parecen contradictorias pero que son la clave para sobrevivir con un bebé

Al final, como pasa casi siempre, todo fue mucho más fácil de lo anticipado. Cuando llegas a Barajas, no tienes que hacer la fila general de facturación, sino que vas a un mostrador de familias. Solo había otra: él español y ella creo que no, se iban a Estados Unidos con una niña de unos ¿seis? meses. Siempre los hay más valientes.

Después el control de seguridad, mi momento menos favorito de viajar y lo único que realmente me daba respeto de hacerlo con el bebé. Pero todo lo contrario. Vas a uno especial donde hay menos gente o ninguna -nuestro caso-, todo el mundo muestra paciencia y no tienes a nadie resoplándote en el cuello con prisa para llegar a un avión que nos va a llevar a todos al mismo tiempo.

En ese puesto de control, el personal está más para ayudarte que para escudriñar tus líquidos y aparatos electrónicos. Se pueden llevar biberones, leche en polvo, agua, compotas envasadas, gotas de vitamina C, paracetamol líquido, cortaúñas infantil y el attrezzo básico de un ser humano menor de 12 meses. Eso incluye también una pelota, un muñequito favorito: algo familiar entre tanto nuevo.

Descalzo, con tus pertenencias en tres o cuatro bandejas y tú que sigues pitando y el de atrás que se te echa encima. Esa escena un poco patética de los vuelos desde el 11-S, los únicos que recordamos tantos, no existe cuando vas con un bebé. No te exigen, menos mal, que hagas el malabarismo de desabrocharte las sandalias cargando un cachorro de nueve kilos. Sí te piden pasar con el bebé en brazos, pero un agente se ocupa de doblar la silla. Su compañera te lleva las bandejas a la mesa. Sobre todo: nadie te mete prisa.

Y luego ya viene lo que siempre ha sido la gracia de los aeropuertos cuando llegas con el tiempo suficiente de disfrutarlo: buscar un café, observar a la gente, pegarle, por fin, un mordisco al bocadillo de jamón con tomate blindado en papel Albal que te ha metido tu madre.

Estrategia y flexibilidad. Dos artes que parecen contradictorias pero que son la clave para sobrevivir con un bebé. Método en la locura, que se dice en Hamlet. Hay que imaginar escenarios posibles -cuántas veces habrá que cambiarle el pañal- y tener capacidad de reacción para que se cumplan todos o ninguno.

En Barajas no tienen el horrorcito ese del cambiador de niños en el baño de mujeres, como si la gestión de cotidianeidades como el pis y la caca fuera ajena a los señores padres. Lo que hay son baños de bebés, con una silueta de bebé en la puerta para los despistados, lavabo, papelera y una amplia bandeja donde colocar (y amarrar si la operación se complica) a tu criatura.

La hora de embarcar, ese momento en el que compruebas de nuevo que hay gente que no acaba de entender que solo hay un aparato y despegaremos todos al mismo tiempo, también es mejor con un bebé. Pasas detrás de las personas que necesitan asistencia y antes de la gente que ha pagado cuatro veces más solo por no ir con los otros, aparte, detrás de una cortinilla que dice sin decirlo “primera clase”.

Volar con un bebé es más ágil que hacerlo en primera o con pasaporte diplomático. Y así debe ser. Un mundo mejor para los niños es un mundo mejor para todos, los tengas o no.