Hace unos pocos de años, al compañero y a mí nos propusieron hacer un intercambio de parejas. Mi madre siempre insistía en que parecía que yo tuviera un imán en el culo para atraer las situaciones más extrañas, y hay ocasiones en que también yo he llegado a pensarlo, pero juro que lo único que hacíamos entonces era salir de un supermercado en la isla de Ibiza con un buen alijo de garrafas de agua.

Desconozco que llevó a aquella pareja belga tan cool a echarle el anzuelo a los dos únicos bichos raros que en pleno mes de agosto iban vestidos de total black. Imagino que algo tendría que ver el “yo soy yo y mi paranoia” que, según dejó sentenciado Ortega y Gasset, nos define a los humanos. Y si no fue el filósofo quien lo hizo, muy mal por él, debería de haberlo hecho.

Aquellos chavales reguapos tendrían sus motivos, no lo pongo en duda. Aunque puede que en algo influyera, el que por aquellas lejanas fechas nosotros éramos dos buenos ejemplares de lozanos andaluces. La condición andaluza es administrativamente demostrable. Lo de lozanos, igual no tanto.

He visto una entrevista reciente de Rafa Nadal, en la que afirma que no sabe lo que es jugar al tenis sin dolor. A mí me sucede lo mismo, ya no soy capaz de acordarme de lo que significa manejar ovejas a diario sin dolores. Pero lozana o no, lo más probable es que, durante aquel verano en Ibiza, yo aún no ardiera en deseos de tener un brazo biónico a lo Terminator. Un indestructible prodigio de la ingeniería, muy fácil de reparar con la única ayuda de un destornillador y un poco de 3 en Uno.

Por supuesto que rechacé la oferta. Tengo muchos defectos, pero la poligamia no es uno de ellos. Tampoco la mojigatería.

En 1977, el mismo año en el que nació el punk, el periodista y escritor Francisco Umbral publicaba su elocuente libro Tratado de Perversiones, en el que, entre otros debates abiertos, denunciaba la creciente monetarización de todo lo que tiene que ver con la esfera de lo íntimo. La voraz teoría económica capitalista aplicada hasta al catre. Y es que, según parece, no consumir, aparte de muy anti español, es sinónimo de ser un eremita.

Como Umbral, hay absurdos en el mundo del refocile que no comprendo.

En casa está prohibido tener televisión en el dormitorio, porque el lugar de la caja tonta es única y exclusivamente el salón. Y/o la cocina. Todo sea por no enfadarnos cuando dan futbol. Qué por desgracia es casi todos los días del año, excepto cuando Júpiter entra en Piscis.

Un televisor en el dormitorio le estropea la vida afectiva a cualquiera, incluso a los bonobos. Esos monos famosos por practicar a todas horas sexo sin orden ni concierto, sexo por amor al arte y sexo porque sí. Fijo que, si dispusieran de una Smart Tv en cada árbol, su índice de prolificidad bajaría hasta nuestros estándares occidentales.

Leo en prensa que hay millones de españoles, de cualquier condición social y estatus emocional, que se pasan las horas muertas viendo porno en internet. Y no le veo ningún sentido lógico. ¿Por qué pagar por ver a alguien hacer en una pantalla lo que deberíamos de estar practicando nosotros, pero no podemos, obvio, porque estamos muy ocupados viendo como otros se divierten?

Tampoco entiendo los sex-shops de toda la vida y los actuales Tuppersex, o cómo se llame esa reunión de gente dispuesta a pagar una pasta por unos juguetitos con los que inactivar aún más su perezosa imaginación. Es normal emplear el dinero en profilaxis y contracepción, pero por qué gastarlo de balde.

Según las leyes de la biología, si se da la atracción adecuada entre dos personas, no hay necesidad alguna de añadir más variables a la ecuación. Y si por desgracia no sucede así, por mucho que te disfraces de la Heidi sexy o juegues a interpretar el papel de Paul Newman en Éxodo, el resultado final no va a variar en lo más mínimo.

También es una insensatez hacerse fotos y videos calenturientos con el móvil, porque hasta el tonto del pueblo sabe que hoy día cualquier oveja, con una conexión a Internet decente y unos conocimientos básicos adquiridos tras devorar y rumiar el manual superventas “Hackeo fácil para ovinos” es capaz de piratearnos hasta el más nimio dato.

Y nadie se libra. Ni los políticos y sus móviles con un chip de encriptación de datos. Ni los famosos y sus seguros Blackphones. Pero si hasta el papa Francisco ha reconocido mil veces que siempre tiene colocada una tirita para tapar la cámara de su portátil.

Por no hablar de esa moda de Instagram, que consiste en echar un quiqui con el único fin de posar a continuación, bien tapados por unas bonitas sábanas impecables, y con todo el aspecto de haber acabado de salir de un centro de estética. Hay que ser bobo para ignorar que, si se es capaz de posar así de estupendo después de echar un quiqui, se está reconociendo públicamente que nos hemos esforzado muy poco en el asunto.

En esta carísima burbuja que hemos dejado que nos construyan alrededor, todo tiene un precio por el que hay que pagar. Todo. Incluso hasta lo más natural del mundo: el amor físico.

Money for nothing, dinero por nada, que cantan los Dire Straits.

(*) Ganadera y escritora