Mi tía Asun es otro de esos incontables zamoranos de la Diáspora que, tras haber trabajado durante toda una vida en distintos pueblos de Cádiz, lo primero que hizo al jubilarse, fue realizar su Aliyá y retornar a la tierra de sus orígenes. En ella se incumple el dicho, la oveja no es de donde pace, sino de donde nace.

Nunca sintió la necesidad de fundar una familia, se bastaba y se sobraba para constituir su propio núcleo familiar. Entraba y salía, y no daba explicaciones a nadie de lo que hacía o dejaba de hacer. Y siendo como era, maestra de vocación, qué necesidad tenía de domesticar guajes propios, si se dedicó en cuerpo y alma a hacerlo con varias generaciones de rapaces ajenos.

Siempre estaré en deuda con ella. Siempre. A pesar de que a su debido tiempo no se opuso a la Fetua emitida bajo la autoridad omnipotente de mi madre, en la que se prohibía terminantemente a los Reyes Magos traer una muñeca Barbie a casa. Porque parecía una cabaretera.

En aquel lejano entonces, yo era una niña como el resto de niñas, que ignoraba qué significaba cabaretera y quién carajo era el Ayatolá Jomeini, pero juro que hasta que cumplí los treinta y nueve estuve echándoles en cara a todas las mujeres de mi familia, que si llevo botas Doc Martens hasta en verano y que si a mí James Hetfield de Metallica me dice ven, lo dejo todo, la culpa es de todas ellas por negarme el acceso a unos de los iconos del Capital.

Siempre. Sobretodo durante aquellos temibles días, en los que la oscuridad de Mordor se abatió sobre mi beatifica Tierra Media, mi coraje y fuerza de voluntad no bastaban para ayudarme a salir del túnel sin luz al final, y ella supo ejercer de Gandalf el Blanco con harta paciencia.

Ya había tenido lugar el 11S, Afganistán e Irak seguían ocupados y estaba floreciendo la Primavera Árabe, por lo que nuestra sociedad occidental se vio dividida entre la islamofilia y la islamofobia. Fue paseando con ella por la playa de La Barrosa en Chiclana de la Frontera, donde me hizo entender que no se necesita compañía para hacer la mochila y recorrer mundo. Que Marruecos es seguro y que el ferry a Tánger tiene bolsas para vomitar. Que el dinero son meros papelitos de colores y que me dejara ya de vergüenzas ni vergüenzos.

Pero un día, la dulce maestra jubilada dejó de ser una mujer valiente y sin límites autoimpuestos, y pasó a ser la sombra de lo que fue, sometida por un cruel diagnóstico: degeneración cognitiva. Hominem te esse memento, memento mori. Recuerda que eres un hombre, recuerda que has de morir. Y es que la enfermedad y la muerte son nuestros más fieles compañeros de viaje. Igual que el vicio capital de la avaricia.

Si la Bernarda Alba de Lorca viviera hoy, sustituiría su “látigo y mula para el varón, hilo y aguja para la hembra”, por un más real “guardería y geriátrico para ellas”

En Biología, todo ser vivo tiene su depredador natural. Y nuestros ancianos se han topado con su particular jauría de hienas. Esas bestias que actúan aislando a los ejemplares más débiles de la manada, y luego proceden a aniquilarlos. Sin sentimiento de culpa. Porque en un mundo donde los Mercados mandan más que Zeus en el Olimpo y el fin justifica los medios, todo vale con tal de hacer negocio.

Por eso, tanto los que eutanasiaron la S de socialista y la O de obrero para refundar el Partido Español, a secas, como los que ahora se dedican a tentar a los humanistas cristianos con la inane promesa de que el Capitalismo liberal es lo más chupiguay, y lo más cercano al ama a tu prójimo como a ti mismo que se puede hallar en este valle de lágrimas que hiede a purines, decidieron sacar tajada de la vejez.

Si la Bernarda Alba de Lorca viviera hoy, sustituiría su “látigo y mula para el varón, hilo y aguja para la hembra”, por un más real “guardería y geriátrico para ellas”. Porque el oficio de saber cuidar ancianos (y niños) es un empleo mayoritariamente femenino. Igual que las responsabilidades y los cuidados en el hogar. Sí, y por eso mismo, guarderías y residencias son un mal necesario que facilita la incorporación al trabajo fuera de casa de muchas mujeres.

Lo que sucede tras los muros de ciertas residencias debería horrorizarnos como seres humanos. No, no todo vale con tal de justificar que hay que pagar el Netflix del niño y cambiar de nevera. Hacer negocio con la tercera edad es una indignidad y una deshonra que nos desacredita como país.

Menos mal que en contrapartida, existen cuidadoras infatigables, que adoran su oficio, que se desviven por los residentes que están bajo su amparo y les dispensan un exquisito trato, afectuoso y familiar. Cuidadoras, que durante lo más amargo de la pandemia supieron solventar la incertidumbre y el miedo, la angustia y la insoportable presión de llevar encima demasiada responsabilidad. Y todo por un salario esmirriado.

Sirvan estas cuatro letras como humilde homenaje a estas bondadosas cuidadoras, que rezuman amor al prójimo por los cuatro costados y no alardean de ello. A estas mejores personas, a las que no les importa lo mal dadas que estén por venir las cosas en un futuro, ellas no cejarán en su empeño de mantenerse firmes en su puesto de guardianes del hermano.

Repito, por un salario demasiado exiguo.