Apócrifa o no, una de las efemérides que desde la grandeza de lo trivial ejemplifica las excelencias de nuestra cultura, también de un Occidente hoy asediado, asaltado por la nueva racialidad de etnias, culturas y religiones extrañas, es la que narra la disputa, a propósito de algo tan nimio como la posesión de una finca, entre un humilde molinero y Federico el Grande de Prusia, déspota ilustrado que puso a Alemania en la senda de sus glorias y miserias contemporáneas.

Se cuenta que el monarca, molesto por la presencia de un molino cercano a su palacio veraniego, donde tan plebeyo y ruidoso inmueble echaba a perder el alegre espectáculo de las fiestas reales, en el fondo conciliábulos de la progresía dieciochesca como casta aristocrática bajo la protección del poder, convocó al molinero para preguntarle sobre la cantidad a que se avendría para cederle la propiedad. A lo cual el súbdito contestó que la finca no estaba en venta, en un incomparable gesto de dignidad, civismo y libertad, cualidades únicas de nuestra milenaria tradición.

Quizá sin esperar semejante respuesta, el monarca se dirigió a su interlocutor inquiriendo si era consciente de que, en ejercicio de su potestad, le era dado arrebatarle el molino. Sin arredrarse, el súbdito zanjó la cuestión con la memorable frase: “¡Majestad, todavía hay jueces en Berlín!”, dando a entender que en nuestro mundo, a diferencia del asiático con su despotismo e infinita barbarie, el poder, o politeia incluso en su expresión máxima, está o al menos deberá estar sujeto a la razón y a principios de justicia. La disputa habría acabado en los tribunales, donde los magistrados fallaron a favor del propietario, obligando al monarca a renunciar a sus pretensiones.

Occidente no ha desconocido la esclavitud ni el crimen, tampoco la injusticia, la venalidad o la corrupción. Pero incluso en sus peores tiempos, nuestra civilización jamás se ha hallado a merced de un poder fortalecido gracias a aparatos burocráticos y propagandísticos que ni Federico el Grande hubiera llegado a imaginar, con la Justicia, garantía última frente a los excesos del Estado, mediatizada por una obediencia servil a instancias gubernamentales y ejecutivas. Para nosotros, occidentales y ciudadanos libres en la experiencia del vivir cotidiano, más allá de polémicas sobre la división de poderes como dogma abstracto de la bienpensante doctrina liberal, la gran pregunta es: ¿quedan todavía jueces en Berlín?

A lo que parece, más bien pocos y con frecuencia embarrando las togas.