Si tiramos de memoria y rebobinamos a nuestros cinco años, seguramente, nos encontramos en un parque, jugando con nuestros vecinos en la calle o recibiendo mimos de los nuestros. Algo tan simple, tan obvio que resulta difícil no imaginar a cualquier niño en esa situación cotidiana.

Esta tarde, en su último día de clase, mi hijo Nico, de seis años, me preguntaba si podía darle un abrazo de despedida a sus amigos y a su profe. Pedir permiso para dar un abrazo no debería ser nunca una cuestión en la boca de un niño. Pero lo ha sido en el último año y aún lo es. De un día para otro, nuestros niños tuvieron que asumir, porque sí y no hay otra, que no se podía dar besos, ni abrazos y que hasta las risas tenían que ir bajo cubierta. Que los parques estaban cerrados, que se jugaba en casa y cole estaba al otro lado de la pantalla. Qué pena.

A nuestros niños les robamos el abril de Sabina. Les privamos de sentir y les hicimos madurar cuando solo tenían que jugar. Nos dieron una gran lección, y nos la siguen dando, en eso que ahora está tan de moda: la resilencia. Porque, a pesar de todo, han seguido mirando a la vida por encima de mascarillas, con la sonrisa y la ilusión vibrante en los ojos. Nos han enseñado que todo lo que importa está siempre entre las cuatro paredes que llamamos hogar. Que el tiempo vuela, pero que cada minuto vale oro. A ellos, que hoy cierran ciclo en otro año raro, démosles las gracias. Que suene fuerte el aplauso en cada casa y tengan todos los besos y abrazos que puedan. Se lo merecen.

Beatriz Blanco