Escribo en la mitad de mayo con un tiempo que no es del mes tocante a lluvia y temperatura. Estoy en Galicia, en una aldea perdida, como se suele decir para hablar de lejanía y apartamiento de un lugar o pequeña población. Hoy el “gps” nos lleva a cualquier parte debido a artilugios que sobre nuestras cabezas vuelan alto como abejorros metálicos que nos tienen retratada y cartografiada hasta la caseta del perro. Con el móvil en el bolsillo si te pones en marcha puedes con todo, incluida la niebla, que aquí se pone espesa, o la intrincada carretera que te lleva a lugares donde no imaginas pudiera vivir gente.

Lo triste a veces es que llegas pero no ves a nadie y cuando vivían heroicas familias en paraje tan salvajemente bello como remoto, no llegaba la carretera y por ende ni el médico, la maestra, la red eléctrica o el teléfono. En cambio el cura llegaba en caballería, o lo iban a buscar a donde fuese, para celebrar la misa dominical o dar cristiana sepultura a los difuntos. Quiere esto decir que faltase lo que faltase, en la aldea o el pueblo más apartado había iglesia o ermita donde vivir la fe que justificaba vidas y esperanzas en tan distantes y precarios poblamientos. Escribo esto el domingo de Pentecostés cuando los cristianos celebramos el momento en que la primitiva iglesia que cabía a duras penas en un salón-comedor de Judea despertó del miedo y el aislamiento y se lanzó al mundo como palomas en bandada saliendo del palomar. Faltaba un revulsivo para el puñado de apóstoles y discípulos que recordaba, a duras penas, promesas de Jesús, tras la resurrección, aunque alguno como Tomás era de los que “si no lo veo no lo creo”. Semejante desconfianza del retorno del Señor les vino bien a todos y Tomás, el negacionista, involuntariamente provoca una nueva aparición de Jesús. Pero hete aquí que el Señor ya contaba con las dudas del apóstol porque Él también las tuvo y mostró a Tomás en la aparición, la llaga de la lanzada que aseguraba la muerte del reo, algo así como el tiro de gracia pero con arma blanca. “Mete tu dedo en mi costado y no seas incrédulo…Dichosos los que sin ver han creído.”

Hoy el “gps” nos lleva a cualquier parte debido a artilugios que sobre nuestras cabezas vuelan alto como abejorros metálicos que nos tienen retratada y cartografiada hasta la caseta del perro

Desde el momento en que a Tomás le pide Cristo escarbar en su herida del costado quedarán todos los demás, “letraheridos” por su Palabra y pasarán de estar callados y escondidos a hablar por los codos de su Señor resucitado.

Nadie como El Greco interpretó en el arte el relato de Pentecostés: un grupo de gente en una habitación con llamas, sí, una amenaza de incendio que se extendió muy pronto a lo largo del imperio romano. Nadie diría que aquel grupo de aldeanas con María a la cabeza espolearía a los demás, acobardados, a decirle al mundo: “Ésto no ha hecho más que empezar”. Y en efecto, aquel grupo de discípulos recibiendo el Espíritu Santo en forma de paloma y con lenguas de fuego sobre sus cabezas, se convirtieron en “pirómanos de Cristo”, quemándose ellos mismos, pues sabemos el alto coste en vidas y tormentos que supusieron las persecuciones a los cristianos durante trescientos años.

Una vez que la religión cristiana es tolerada y luego integrada en el engranaje imperial romano cambiaron significativamente las cosas, pues ya no era peligroso ser cristiano y hasta podía traer ventajas el solo parecerlo, pero durante los tres primeros siglos el cristianismo fue una apuesta personal ciertamente arriesgada y peligrosa.

Cuenta Irene Vallejo en su exitoso libro, del que ya hablamos aquí, que los primeros cristianos fueron un colectivo propagador del uso del libro para poder celebrar en la clandestinidad la Palabra De Dios, un libro de pequeñas dimensiones que se podía ocultar mejor en las redadas y así evitar en lo posible las denuncias. Curiosamente la historia tiene sus ciclos y las instituciones también porque como sabemos la censura de la Inquisición trajo persecución de lectores de libros prohibidos.

Es, nunca mejor dicho, la cara y cruz de nuestra religión, o para hablar en propiedad, de nuestra política religiosa, que no es lo mismo.

Hoy toca hablar de negacionistas en un sentido u otro. A saber, aquellos que niegan todo valor posible en cristianos propagando sus creencias con coraje, fervor y sin fanatismo, y creyentes que no ven nada bueno fuera de su círculo. Esta dicotomía no es nueva dentro y fuera de la Iglesia. Los concilios fueron poniendo las cosas en su sitio, otros como Lutero agitaron las aguas para que se viese mejor el fango, aunque luego también se metió en charcos; pero almas grandes: Francisco de Asís, Domingo de Guzmán, Teresas de Jesús, Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola, San Juan de Dios, etc, supieron volar alto o vivir entre todo ello siendo como la corriente del golfo, con vida y temperatura propia.

Los últimos escándalos de miembros de la Iglesia tuvieron no pocos negacionistas, hasta que el Papa Francisco dijo: basta. Históricamente la Iglesia tuvo enemigos, pero también se los ha creado ella misma y últimamente quizá más.

Viajo por la Galicia profunda y, me encuentro por doquier una ermita o iglesia que nuestros ancestros levantaron para sostener su vida y guardar su fe. Me emociona a veces este albergue espiritual que salpica la geografía de esta esquina de España, como el que acabo de ver en Cristosende, -el nombre ya lo dice todo-, donde leo, grabado en la fachada de granito de su templo, una inscripción elocuente: “Esta Iglesia es refugio sagrado”. Casa de Dios y refugio nuestro, qué bonito resumen de arraigada creencia.

Galicia tiene ella sola la mitad de los núcleos de población de toda España. Esto significa que te encuentras aldeas con una docena de casas, o menos, que se integran a su vez en parroquias y éstas en ayuntamientos. Dichas aldeas no tienen entidad propia administrativamente hablando, pues dependen de otras estructuras de mayor volumen, sin embargo no les falta, a la mayoría, su pequeña ermita o iglesia que, a pesar de la despoblación, los pocos vecinos que quedan miran por ellas.

La aldea donde voy de vacaciones se llama Paradellas, cuyo nombre algo dice de fin de camino y alejamiento; aquí el edifico de la iglesia parroquial cumplió un siglo el pasado año y, aunque no es muy antigua tiene el mérito, como muchas, de haber sido levantada en su mayor parte por los propios feligreses que hoy la siguen manteniendo lustrosa, abierta y limpia. También, con su cementerio adosado a ella (como por aquí se acostumbra) el refugio presente y postrero queda asegurado. “No os quepa duda”, diría Santo Tomás.