Acabo de leer una reseña sobre el nombramiento de president en Cataluña. En destacados titulares, viene a decir que, por encima de todo, su prioridad será la de independizarse del resto de España. A cualquier precio, dicen los de la CUP. De cualquier manera, repiten los seguidores del expresidente huido. Y me pregunto, ¿y a mí que me importa?

Y es que ya llevo mucho tiempo oyendo cosas de ese porte, e incluso insultos, como aquellos que tuvieron por autor al president anterior - cuando ejercía de marioneta de aquel otro president huido - llamándonos “pobres bestias carroñeras”, “víboras”, “hienas” e “inmundicia” a los demás españoles. O al president anterior al anterior, que le encantaba decir que les estábamos robando (“España nos roba” repetía), mientras la familia de su jefe trasegaba con billetes por el principado de Andorra. Pues eso, que si ellos – los independentistas catalanes – no solo no quieren saber nada de nosotros, sino que nos ponen a parir ¿en base a qué vamos a tener que interesarnos nosotros por ellos?

Pero los medios informativos insisten en informarnos de sus intrigas. Raro es el día en el que no nos castigan con alguna nueva. Unas veces es la prensa, otras la radio, y siempre la televisión. No se cansan de darnos la vara trasladándonos las desavenencias que tienen los señoritos de Pedralbes con los de las rastas. El monotema de siempre. Pero no hay manera de que nos dejen de dar la plasta con esas informaciones que solo interesan a dos millones de españoles, y que nada, o muy poco, nos importa a los cuarenta y cinco millones restantes.

A la vista de tan cargante panorama pienso que evitar ese acoso solo puede lograrse huyendo del mundanal ruido como buenamente se pueda. Aislarse para huir del acoso, para esquivar en lo posible el estragamiento.

A la vista de tan cargante panorama pienso que evitar ese acoso solo puede lograrse huyendo del mundanal ruido como buenamente se pueda

Mientras hago estas cábalas, encuentro una solución viendo una película. Desde 1976, no había vuelto a saber nada de ella. Me refiero a la del catalán Juan Estelrich, “El anacoreta”. Pero mira por donde, la he recuperado en uno de esos canales que ofrecen las plataformas televisivas. Fue la única que dirigió ese cineasta tras haber trabajado, como ayudante de dirección, con los españoles Bardem y Berlanga, y los americanos Orson Welles y Anthony Mann. En “El anacoreta” tuvo el acierto de contar con el mejor guionista que ha dado el cine español, Rafael Azcona, y con el excelente oficio de Fernando Fernán Gómez, que llegó a obtener, por su interpretación, el Oso de Plata en el festival de Cine de Berlín. En resumen, que se dieron una serie de confluencias, todas positivas, que hicieron que fuera, al menos para mí, una película de las llamadas de culto. Tan llena de ingredientes, como difícil de ser clasificada.

Hay otras películas de anacoretas, como la de “Simón del desierto” (1965) del genial Luis Buñuel. Rodada en México, contó con el mejor director de fotografía en blanco y negro de todos los tiempos, el mexicano Gabriel Figueroa. En ella, el anacoreta San Simeón se pasa todo el metraje subido sobre una pequeña plataforma en lo alto de una altísima columna, mientras que, en la de Estelrich, Fernán Gómez permanece encerrado en el wáter de su casa. Surrealismo por surrealismo. Color por blanco y negro. Cuarto de baño por desierto. Reina de Saba, por diablo con cuerpo de mujer. La atractiva modelo Martine Audo, por la musa de Buñuel Silvia Pinal.

No es cuestión de enrollarse, comparando una peli con otra, porque lo que trato es de reivindicar la figura del anacoreta, por ser una solución contrastada que ayuda a huir del acoso del entorno. Una salida para evitar que te sigan dando la lata. Para huir de la plastez. Aunque haya que estar dispuesto a renunciar a todo.

El anacoreta de marras, al que me refiero, permaneció encerrado muchos años en el retrete, utilizando un chándal como única prenda de vestir. Comunicándose con el mundo exterior a través de mensajes introducidos en tubos de aspirina y lanzados por la taza del inodoro. No deja de ser una buena idea. O al menos, una metáfora a la que poder agarrarse para escapar de la presión, y del control que nos agobia. Para no perder ese hilillo de libertad, e intimidad, que necesitamos.

Así que, aprovechando que el COVID ya no ataca tanto, aprovecharé un día de éstos para salir a comprarme un chándal. Más que nada, por si me da un impulso y decido hacerme anacoreta. Que no sea por no intentarlo. De hacerlo, me gustaría que le llegaran un par de mis mensajes a alguno de esos dos millones de independentistas que se autollaman “Limpios, nobles, libres y cultos “. Más que nada, para que sepan que, además de ellos, hay más gente en el mundo capaz de dar la lata.