Como periodista y escritor, tengo a escasos centímetros de mis ojos la última edición del Diccionario de la Lengua Española de 2014. En él aparecen 93.111 entradas, 195.439 acepciones y 5.000 nuevas palabras, ordenadas alfabéticamente en 2.376 páginas. Se españolizaron términos como guasapear, tuit, tuitero, cagaprisas, mileurista, bloguero y chupi, formas de habla que son signos de los nuevos tiempos. Otras palabras están aún en cuarentena para poder entrar algún día en el paraninfo de la Real Academia Española. Todo se andará. Son cada vez más populares vocablos abreviados o acortamientos de palabras, como cole, peli, insti, porfa y porfi, guarde, finde, mates y otros. Yo mismo he escuchado en el metro de Madrid esta despedida entre dos chicas jóvenes: “Porfi, tía, ¿nos vemos este finde?”

Es normal y necesario que se adopten palabras nuevas con las que se entiende la gente, pero no las que empobrecen el castellano, demasiado castigado por políticos y contertulios en radio y televisión. Cosa muy distinta es que se admitan, castellanizadas, palabras extranjeras. Eso lo hacen todas las lenguas del mundo. El castellano ha prestado, entre otros vocablos, guerrilla, guerrillero y torero.

La Real Academia Española de la Lengua da entrada periódicamente a algunas palabras que se acuñan en la calle. Ya lo hizo, por ejemplo, con tele (televisión), bici (bicicleta), molar (gustar), amolar (fastidiar) y guay (estupendo). Antes, naturalmente, han pasado por el cedazo de la literatura, porque las palabras nacen casi siempre en el pueblo, las adoptan los escritores y las acrisolan y sancionan los académicos.

Es normal y necesario que se adopten palabras nuevas con las que se entiende la gente, pero no las que empobrecen el castellano, demasiado castigado por políticos y contertulios en radio y televisión.

Hay excepciones a la creación de palabras en el habla popular, como aporofobia -fobia a las personas pobres o desfavorecidas-, que acuñó la filósofa Adela Cortina a finales del siglo pasado. Ya la ha incluido la Real Academia en el Diccionario digital, porque implica un nuevo matiz a xenofobia y a racismo. Anoto, sin embargo, que más fobia tienen los pobres a serlo a perpetuidad que los ricos a los pobres. Me indignan, semánticamente hablando, esas gansadas de “jóvenes y jóvenas”, “todos, todas y todes”. No se trata de un lenguaje inclusivo, sino absurdo y hasta desternillante. Como esa majadería de tildar a la ortografía de “blanca, masculina y elitista”.

Es muy probable que, si resucitara el manco de Lepanto, la emprendiera a lanzadas contra quienes se estrujan los sesos para formular frases como esta: “Las personas ‘no binarias’ son aquellas cuya identidad sexual, de género y/o expresión de género se ubica fuera de los conceptos de hombre, mujer, masculino y femenino, o fluctúa entre ellos... Estas personas pueden o no emplear un género gramatical neutro; someterse o no a procedimientos médicos; tener o no una apariencia andrógina, y pueden usar o no otros términos específicos para describir su identidad de género, como ‘género queer’, ‘variantes de género’, ‘género neutro’, ‘otro’, ‘ninguno’ o ‘fluido’”.

Este ramillete de disquisiciones suele derivar en perturbaciones léxicas para anatemizar los oes y los masculinos ya inclusivos como jóvenes y portavoces. La Real Academia de la Lengua ha subrayado tajantemente: “En nuestra lengua común (el castellano) el masculino gramatical funciona, o debería funcionar como término inclusivo para aludir a colectivos mixtos, o en contextos genéricos o inespecíficos”. Y el que fuera su director, Darío Villanueva, ha subrayado: “El problema de los que no saben hacer un uso correcto de su lengua es que confunden la gramática con el machismo”. No hay que darle más vueltas o, como se dice en los Evangelios: “Quien pueda entender, que entienda.