No es el eslogan de una campaña de publicidad, pero podría serlo: “Con los cinco sentidos”. Los expertos que tratan de vender un territorio, una provincia, el pueblo más bonito, unas ruinas, un paisaje espectacular, las minas de oro al aire libre, las nubes bajo tus pies, etc., lo utilizan con relativa frecuencia. Vaya usted a tal o cual sitio y disfrute de cada instante y de todos los rincones que encuentre en el camino con los cinco sentidos, repiten una y otra vez. Y tienen mucha razón. Pero ojo: no hay que ser ningún experto en técnicas de persuasión turística para llegar a una conclusión tan evidente: la importancia de utilizar los cinco sentidos en nuestra vida cotidiana. Siempre. Ya lo anticipaba hace siete días en esta misma columna y hoy regreso con idéntica cuestión gracias a Francisco Javier Fontanillo Pordomingo. ¿Y quién demonios será ese señor?, estarán pensando en estos momentos. Se lo resumiré con quince palabras: una persona que con solo cinco minutos de conversación ha marcado mi vida para siempre.

Lo conocí el lunes 17 de mayo a eso de las 11 de la mañana. Andaba yo de camino hacia Fariza cuando, antes de llegar a mi destino, tomé el desvío hacia Tudera, una pequeña localidad que no pisaba desde hacía muchísimo tiempo. La primera sorpresa fue el paisaje: espectacular. El tiempo y las lluvias, pensé, hacen que Sayago esté realmente hermosa. Mientras circulaba lentamente por una carretera de gravillas, me encontré con una persona que caminaba lentamente, acompañado de un perro y un transistor. Paré y comprobé que también portaba uno de esos palos que usan los invidentes para caminar por las calles. Nos pusimos a charlar. Me confesó que a los 18 años empezó a perder la vista y que ahora tenía casi 70. Que vivía con una hermana, que había recorrido muchos lugares de España con la ONCE, que el perro se llamaba Roqui y que en el pueblo vivían cuatro gatos. Cuando me interesé por cómo era capaz de caminar a más de un kilómetro de distancia del pueblo, me espetó: “Aunque no veo, puedo oler y tocar”. Y me mató, claro.

Me mató porque en ese mismo instante pensé en algo que se nos olvida con mucha facilidad: tenemos cinco sentidos para disfrutar de la vida cotidiana y si nos falta uno, como la vista, damos por supuesto que el universo se acaba, que ya no seremos capaces de captar los sonidos, los olores, los sabores, el frío o el calor, etc., con los otros sentidos que aún nos acompañan. Por eso, las palabras de Francisco Javier, el invidente de Tudera, me abrieron los ojos. Y se lo dije como lo sentía. Yo creo que él se sintió importante al comprobar que me había dado una lección, que sus palabras me habían sorprendido. Le anticipé que hoy hablaría de nuestro encuentro en esta columna de opinión. Me dijo que el periódico llegaba todos los domingos a casa de un vecino. Que se lo diría para que le leyeran lo que aquí el menda fuera a escribir. Y como lo prometido es deuda, aquí está. Gracias, Francisco Javier, por haberse encontrado en mi camino. Siga disfrutando de sus caminatas con todos los sentidos. Y, por supuesto, de Roqui.