Abres la puerta y te quitas la mascarilla. Cuelgas en el perchero la careta que vistes en la calle y te pones la de estar por casa. Son las 4 de la tarde y enciendes el televisor: un señor de cincuenta años, no sabes si chalado o compungido, dice que se ha dado cuenta de que el dinero no lo es todo. Fraseología del hoy para no pensar y abstraerse con algo de fondo. El estómago lleno y la banalidad de la pantalla no te adormecen esta vez, quizá porque debajo de las palabras del entrevistado arden los rescoldos que te gustaría poder anegar. Miras la estantería y decides seguir con García Calvo. Sabes que ahí puedes encontrar alguna respuesta. El escritor zamorano pone palabras al hastío que sientes. Lees que: “…Aquí de lo que se trata es de productividad, de rendimiento, de futuro, esto es, de dinero; y ante ello tienen que agachar la cabeza y retirarse las cositas y los corazoncitos, no faltaba más”. Una verdad escrita en 1993 y que no para de crecer, al mismo ritmo que lo hace la creación de necesidades en la sociedad de consumo. Recuerdas algo que escuchaste y dibujas en tu mente una hipótesis: desde que el cielo está vacío, algunos no han parado de buscar otro asidero, algo a lo que agarrarse para seguir tirando, y muchos han creído encontrarlo en el dios de cobre y níquel.

Hay que intentar aplacar el horror al vacío y algo inmediato, tangible, como la nueva cafetera de cápsulas reciclables o la aspiradora que dice tu nombre, pueden servir, aunque solo sea por un instante. Y después, un basurero descomunal de cosas obsoletas que no llegaron a ponerse de moda. Y para adquirir estos bienes se necesita dinerito: metal que también puede comprar objetos que no son de plástico. Interviene Claudio Rodríguez y, disfrazado de peculio, pregunta: “¿A qué hemos venido aquí si no a vendernos?”. Mira a su alrededor y ve una contrata de mozos —una buena metáfora del hoy—, y anima a las personas en venta a persistir: “¡Nadie recoja su corazón aún! Ya sé que es tarde, pero vendrán, vendrán”. Eso, eso, paciencia y buenos alimentos. Los dos zamoranos mantienen una conversación imaginaria en tu cabeza, un diálogo quimérico que te sirve de abrigo y te ayuda a vislumbrar un poco de verdad en este mundo de sucedáneos.

Recuerdas algo que escuchaste y dibujas en tu mente una hipótesis: desde que el cielo está vacío, algunos no han parado de buscar otro asidero, algo a lo que agarrarse para seguir tirando, y muchos han creído encontrarlo en el dios de cobre y níquel

La literatura es eso y también esto otro: la semana pasada, un amigo tuyo fue a una firma de libros y le dijo al autor que, en un futuro, a él también le gustaría escribir. El poetastro empezó a vomitar palabras sobre números e industria editorial; a juzgar por el enfado de tu amigo, solo le faltó hablar de fabricación en serie y de precio por kilo. Anda, así que la literatura también gravita y lo hace igualmente en torno al metal. A ver qué te esperabas. Probablemente, el poetastro es de esas personas que no solo hablan de dinero, sino también “en dinero”. Quizá diga cosas como “esto me renta”, “ha sido un café muy productivo” (¿productivo un café?), “te compro el argumento” o, como el chaval del otro día, “esto me cotiza”. Eso fue lo que espetó para indicar que algo le había convencido. Sí, así fue. Tampoco el lenguaje iba a quedar libre de la metalización, que extiende sus raíces con tenacidad y alcanza profundidades insondables para después derretirse en un magma contaminado.

Enciendes la tele y la misma entrevista: el señor de 50 años vuelve a decir que el dinero no lo es todo, esta vez menos convencido. El periodista levanta las cejas y se muestra dubitativo. No lo es todo, pero es muy importante, asegura al final el primero. No sé si queda algo fuera de esa importancia. El presentador conecta con un reportero enérgico. Habla muy rápido, casi se traba, y en el extremo inferior aparece un rótulo llamativo (ATENCIÓN), mientras la cámara enfoca a la primera ambulancia con taxímetro en España. Uy, el universo de Martin Amis ha roto los límites de la ficción. Otro reportero, no menos nervioso y aturullado, asegura que acaba de cerrar un hospital psiquiátrico porque no era rentable. Sus anteriores huéspedes están vagando por las calles.

En realidad, te has quedado medio dormido, y esto último solo ha tenido lugar durante una siesta minúscula. La pantalla está apagada y sobre la cama hay una taza vacía y las letras vivas de los escritores muertos que te miran e interpelan. Suena la alarma y ya son las seis. En media hora te esperan en el bar, y antes, quieres espabilar un poco. Dejas la careta de estar por casa en el perchero y te pones la de la calle. Llaves y mascarilla: ya puedes salir a pasear.