Algo están haciendo mal los gobiernos, algo está haciendo mal el mundo entero, para que por mar y por tierra sigan ocurriendo episodios que no deberían producirse. Mientras las mafias se forran, los gobiernos no reaccionan, no saben o no quieren gestionar con un mínimo de sentido común, el problema de la emigración. El mar no puede seguir depositando en la playa los cuerpecitos inertes de niños y niñas que huyen en pateras del miedo y del hambre. Pequeños argonautas que no llegan a pisar con vida la Cólquide española o estadounidense donde sus progenitores creen que se halla el vellocino de oro de la estabilidad, de la paz, de la tranquilidad, fundamentalmente de la abundancia.

Coincidiendo con los días santos que hemos dejado atrás, un video nos ha helado la sangre a cuantos lo hemos visto. Un traficante dejaba caer desde lo alto del muro fronterizo que separa la Cólquide yanqui de Méjico a dos pequeñinas de origen ecuatoriano de 3 y 5 años. La caída no es ninguna tontería. No es como saltar del bordillo. El muro mide 4,2 metros.

La Casa Blanca y un buen número de norteamericanos se han mostrado ‘alarmados’ a la vista de semejante atrocidad. Sin embargo ninguna Administración norteamericana, pasada, presente o futura ha hecho, hace o hará lo que esté en su mano para acabar con el negocio. No hay que perseguir al inmigrante. Hay que perseguir a las mafias que se lucran de los pocos ahorros que logran reunir, del miedo y del dolor de familias enteras que ahora han puesto de ‘moda’, abandonar a los niños al otro lado de la frontera, sin más protección que la de su Ángel de la Guarda al que están dando tanto trabajo que no da abasto.

Lo mismo que viene ocurriendo en España. También aquí hay que acabar con el negocio que se han montado los de allí, Africa, y los de aquí, Europa, trayendo a tantos hombres, mujeres y niños como acaban perdiendo la vida engullidos por el mar, a veces embravecido durante su travesía a lo incierto. Se supone que los Gobiernos tienen medios de sobra para dar al traste con estas situaciones no deseadas. Lo ideal sería que no se produjera el temido desarraigo, que cada quien pudiera permanecer en su país de origen, con un mínimo de dignidad y de garantías. Para eso está la diplomacia, para negociar, para llegar a acuerdos entre los Gobiernos e impedir escenas impropias de este siglo XXI que lleva una deriva indeseada y que demuestran el fracaso colectivo, en materia de Derechos Humanos, de todos los países del mundo.