Tomo prestado el título de la famosa novela de Ernest Hemingway para preguntarme en voz alta por los destinatarios de la protesta-reivindicación-toque de alarma del pasado 31 de marzo. ¿Por quienes doblaron las campanas ese día?, ¿fue una simple, pero importante, llamada de atención o esos sonidos ancestrales llevaban en su interior algo más, mucho más, quizás encordaban, es decir tocaban a muerto y anunciaban el próximo entierro de un mundo que agoniza? Me acordé de unas palabras de Miguel Delibes: “Estamos matando el medio rural sin dedicarle siquiera un funeral”. El problema es que el autor de “Viejas historias de Castilla la Vieja” lo dijo hace bastantes años y las cosas en vez de mejorar o estabilizarse han ido a peor. Hasta el punto de que ha hecho falta que suenen durante una hora las campanas de cientos de localidades para que una gran parte de la población española caiga en la cuenta de que los pueblos se mueren, que se está produciendo un desequilibrio peligrosísimo y letal entre ciudades superpobladas y un mundo rural despoblado y envejecido. Ese “darse cuenta”, esa toma de conciencia, ¿servirá de algo? Tengo mis dudas, pero mantengo esperanzas. Al menos ahora se habla del asunto y se le ve como un problema a resolver. Algo es algo.

Mientras sonaban sin parar las campanas de mi pueblo, mantuve conversaciones sobre el particular con gentes que están fuera. En todas encontré ánimos, pero también algunas expresiones muy llamativas, reveladoras. Verbigracia: el uso de la segunda persona en lugar de la primera. Me decían “a ver si conseguís algo”, “a ver si lográis que os hagan caso”. O sea: personas nacidas en el pueblo o vinculadas a él, aunque vivan lejos, son conscientes de la situación, están preocupadas por el problema, pero no se meten dentro de la búsqueda de soluciones; hablan en segunda persona. Quizás sea solo un pequeño lapsus lingüístico pero muy significativo. En el fondo, es la forma en que han tenido, y tienen, la sociedad y las autoridades de enfocar este mal: no es cosa nuestra; si la gente emigra y se va de su tierra será por algo; el campo da para lo que da y si allí no hay futuro, todos a la ciudad que allí atan los perros con longaniza.

Ya saben que existimos. Ahora deben de saber que estamos dispuestos a no seguir perdiendo, a quedarnos

¿Por quién doblaron las campanas el pasado miércoles? Doblaron, claro, por esa civilización que se nos va. Doblaron por un mundo que se resiste a morir pero que tiene la impresión de que ha perdido la pelea porque lleva años, quizás siglos, luchando en inferioridad de condiciones contra un enemigo tan poderoso como invisible. Doblaron contra la marginación, la discriminación, el abandono, el menosprecio y burlas al paleto, en suma contra una injusticia enquistada en el alma española como si fuera algo natural, espontáneo, inevitable. Y no, no lo es. Y por eso las campanas doblaron también por recuperar la ilusión de estar vivos, de afrontar un porvenir negro pero no cerrado ni maldito, de no resignarse.

¿Qué conseguís con esto, con tocar las campanas? Ha sido otra de las preguntas, escépticas, descorazonadoras, que he escuchado estos días. De nuevo, la segunda persona, como si la despoblación, la desertización de los pueblos, la ausencia de niños no les afectara. Hace años le oí decir a un individuo que a él no le importaba nada que no quedara gente en su pueblo. “Todos mis hijos y nietos están fuera y aquí no van a volver, así que a mí me la trae floja lo que pase”, voceó. Y se quedó tan oreado. Esta puede haber sido otra de las claves de haber llegado a donde nos encontramos. No protestamos, no pedimos, no entendimos a su tiempo que lo que estaba ocurriendo iba a acabar con nosotros. Emigrar a Madrid, al País Vasco, a Cataluña, a las capitales de provincia era lo lógico, lo normal. ¿También era lógico, normal, que toda la industria y las instituciones se instalaran a los mismos lugares? Lo tuvimos que aceptar. Además, eran los grandes logros de la España de Franco y eso, por la cuenta que les tenía a todos, no se discutía; palabra de Dios.

¿Por quién doblarán las campanas el año que viene y el siguiente? Tendrán que volver a repicar, a tocar a concejo o a rebato. Lo del 31 de marzo no puede ser un hecho aislado; tiene que tener continuidad porque la grave enfermedad que nos corroe no se va a solucionar de la noche a la mañana. Hay que continuar en la trinchera, pero no solo denunciando y reivindicando, sino aportando, emprendiendo, buscando salidas. Quizás haya llegado la hora de vender pañuelos en vez de llorar. Es necesario mantener la esperanza y no ceder. Ya saben que existimos. Ahora deben de saber que estamos dispuestos a no seguir perdiendo, a quedarnos.