Con motivo del día mundial de la poesía y coincidiendo con el comienzo de la primavera salieron volando versos desde todo tipo de medios, plataformas, redes, emisoras, canales, puertos y caminos...Demasiado bombo que espanta palomares silenciosos de la letra donde anidan poemas que, fuera de premios y conmemoraciones, poco miramos para ellos y en el peor de los casos ignoramos. Pero están ahí y sigue la poesía incubando su nidada, aunque con variada y desigual volatería.

La poesía nace cautiva en el alma del poeta; una jaula que abre al término de la cría del pichón del verso, cuando aprende a volar solo y nada le ata al nido que fue cuna por un tiempo. El cielo es su nuevo espacio, tanto para volar como para exponerse a un nuevo cautiverio. El otro día cacé una estrofa y enseguida supe de qué nido venía y en qué palomar nació: “Vuélvete paloma/ que el ciervo vulnerado/ por el otero asoma/ al aire de tu vuelo/ y fresco toma” : San Juan De la Cruz.

También en la citada fecha andamos mirando las aves que alegran balcones y cornisas trayendo consigo la primavera, aunque también desengaños, como el de Bécquer con su amada.

Un escritor de hoy que admiro, contó hace poco en La Voz de Galicia su ruta por el callejero de Madrid en busca del balcón de “las oscuras golondrinas” que rozaban los cristales de la casa de la amada del poeta al que dio calabazas y, por contra, inspiración de versos inmortales. Una vez localizado, ya no había golondrinas, reconocía decepcionado Miguel Anxo Murado, y difícil es que vuelvan debido al ruido y ajetreo de las capitales de hoy en día. O sea, un balcón también rehusado por las aves, como el amor del poeta, que presagiaba el eterno retorno de las oscuras, pero gráciles, mensajeras del amor.

Niñas y aves son, como en el arte se demuestra, la ingrávida belleza del mundo y lo que explica el alto misterio del vuelo de la vida

A mi favor puedo decir que en el Madrid de los años ochenta del pasado siglo descubrí colonias de dichas avecillas, en pleno centro de la capital y en concreto en cornisa soleada del Museo del Prado. Ya tampoco están, pero una de ellas ha buscado refugio en uno de los tesoros de la pinacoteca como es “La Anunciación” de Fray Angélico donde posa pintada sobre el tirante que cruza las arcadas del porche de la casa donde María recibe el anuncio del ángel. Si dice el refrán que “una golondrina no hace verano” yo digo que aquí una golondrina explica ella sola el milagro del cuadro porque en un instante tan íntimo y crucial para la humanidad creyente, cual es La Anunciación, testifica la avecilla que aquello es cosa de vuelo místico, inaccesible a nuestro alicorto entendiendo. Y para cerciorarme de que no me equivoco descubro la paloma del Espíritu Santo bajando discreta y poco visible por el haz de luz divina proveniente del sol de la esquina del cuadro. Pero la golondrina en esta pintura también presagia tiempos futuros menos líricos para María, como la muerte de su Hijo crucificado de cuya cabeza martirizada, es leyenda antigua, arrancaron las espinas con ayuda de petirrojos, y éstos desde entonces lucen pluma carmesí como premio a su piadoso trabajo cirujano. Golondrinas y cigüeñas eran aves sagradas en mi infancia y por lo tanto libres de cualquier tipo de amenaza.

En el Museo del Prado ahora se exponen pinturas de antiguos dioses mitológicos, alguno, como el dios del viento, Eolo, lo vemos pintado gobernando colorida y variada bandada de pájaros de toda especie y no es difícil entender la compañía de los señores del aire junto al dios que sujeta los vientos, aunque en dicha pintura, seguramente por broma o sátira del pintor, lo que el dios sujeta en su mano derecha es un camaleón. El Museo lo pueblan dioses con alas, ángeles y demonios, vírgenes, reinas adúlteras, reyes muy bien presentados y alguno impresentable, santas y santos como “San Francisco predicando a los pájaros” de Antonio Carnicero o “la Sagrada familia del pajarito” de Murillo que tiene merecido puesto de honor en la galería central. Pero de los numerosos lienzos con pájaros del Museo, censados por la SEO (Sociedad española de ornitología) me detengo en uno donde vemos retratada por Eduardo Maella a la infanta Carlota Joaquina, de niña, con un canario posado en su mano derecha y ella mirándonos. El encanto que tiene para mi esta pintura es que el canario parece posar con más naturalidad que su dueña a quien han vestido para el retrato como un pavorreal sorprendido, a punto de exhibir las plumas de pasarela. A mayores le han puesto sobre la melena cardada un nido de flores que por otro lado alivia el envaramiento de la figura infantil, la redime de artificio y nos dice que a pesar de tanto boato sigue siendo linda flor, una niña algo asustada que merece nuestra mirada tierna y compasiva porque en el fondo no deja de ser una avecilla enjaulada.

Niñas y aves son, como en el arte se demuestra, la ingrávida belleza del mundo y lo que explica el alto misterio del vuelo de la vida.