Hace unos días, iba paseando por el carril que compartimos ciclistas y caminantes junto a la orilla del Duero, en el paraje de La Aldehuela, cuando me encontré con un amigo de la infancia, con el que me paré un momento a charlar y le pregunté ¿qué tal, cómo te va? Sin entrar en más detalles, me contestó: “Pues no muy bien, la verdad. Con esto del coronavirus estoy asustado; llevo fumando toda la vida y ahora no me atrevo ni a ir al estanco a comprar tabaco, porque tengo miedo de contagiarme. Por mis antecedentes, añadió, soy persona de riesgo y por eso llevo semanas intentando dejar de fumar, pero de momento no lo he conseguido, y lo estoy pasando fatal”.

Me contó que tiempo atrás, una noche, a eso de las cuatro de la madrugada, se despertó sobresaltado y ansioso porque estaba soñando que quería dejar el tabaco y no podía; según me dijo, se levantó y se puso a buscar un cigarrillo por toda la casa, cigarrillo que no pudo encontrar porque días antes se había desecho de todo el tabaco que guardaba. Y como el síndrome de abstinencia se estaba haciendo presente, se vistió y salió a la calle para ver si se tranquilizaba y, tal vez, con un poco de suerte, podía encontrar a alguien que pudiera darle un cigarro. Al cabo de una hora de andar de un lado para otro por las calles de su barrio, con la esperanza de encontrar a algún despistado que pudiese “calmarle la sed”, se volvió para casa, tal cual salió, y prosiguió con su infructuosa búsqueda por armarios y cajones hasta que amaneció.

Mucho antes del alba, ya se había tomado dos cafés, había puesto la tele y la radio para tratar de distraerse, y hasta se había dado una ducha de agua fría pensando que, quizás, le serviría de relajante…. A las siete de la mañana, a punto de entrar en trance de nuevo, volvió a salir a la calle en búsqueda de un local donde poder comprar tabaco, y cuando lo encontró se compró un cartón, para asegurarse existencias para toda la semana, y se volvió para casa, no sin antes haberse fumado un cigarrillo que, apostilló, le supo a “gloria bendita”.

Una vez en su casa, después de haber atenuado la ansiedad que le había provocado la abstinencia, se puso a pensar en los años que llevaba fumando sin parar, y en lo perjudicados que debería tener los pulmones; y, cuando se quiso dar cuenta, estaba de nuevo en la calle, frente al contenedor de la basura, con el cartón de tabaco que había comprado hacía escasos minutos entre sus manos, dispuesto a arrojarlo en su interior...

Cuando terminó su relato me dijo: “desde que me sucedió lo que acabo de contarte no se qué hacer para dejar de fumar”; a lo que yo le respondí: “ponte en manos de un especialista que, seguro, podrá ayudarte, y cuando lo hayas conseguido, ya verás que distinto es el mundo…..”

Nos despedimos, y al seguir caminando no pude dejar de pensar en la de veces que me he encontrado con amigos de la infancia, de mi edad, a los que veo “mayores” que yo. Puede que sea solo una impresión, pero mucho me temo que no pues, con el paso del tiempo, hasta en la cara de las personas se nos nota el estilo de vidas que has llevado. Y que quede constancia de que no quiero decir más que lo dicho, pues, aunque con mis amigos más cercanos, cuando fumaban, puede que alguna vez me pusiera pesado diciéndoles: “deberías dejar de fumar”, como creo que cada uno es libre de elegir su manera de vivir, me aplico aquello que tiempo ha dijera D. Miguel de Unamuno de: “cada uno con su cadaunada” y sigo con mi estilo de vida que, por el momento, no me ha ido mal.

Dicho lo cual, y a pesar de que todos sabemos lo pernicioso que para la salud puede ser el consumo en exceso de tabaco o de alcohol, por citar solo las dos drogas más comunes, no deja de sorprenderme la cantidad de gente que aun se engancha a alguna, o a ambas en la adolescencia, que es la época de la vida en que se contraen la mayor parte de las costumbres, buenas o malas, que después, salvo excepciones, suelen marcar el estilo de vida de cada uno.

Yo ¿qué quieren que les diga? creo que algo más deberían hacer los gobiernos para tratar de evitar que los adolescentes puedan tener a su alcance cualquier tipo de droga porque, según todos los estudios elaborados al respecto, quienes más fácilmente se enganchan y mayores dificultades encuentran para desengancharse de cualquier tipo de droga, son ellos; razón por la que, insisto, algo más deberían hacer, no solo las autoridades, que también, sino y sobre todo, los padres y los educadores para tratar de evitar tan tremenda lacra social.

Y no hablo por hablar pues, en tiempo pasado, yo mismo fui víctima pasiva del tabaco y del alcohol, porque sufrí muy de cerca la dependencia que de ambas drogas tuvieron varias de las personas con las que trabajé o conviví; por eso llevo tan mal la pasividad de los gobiernos y de la sociedad, en general, ante el tremendo problema que puede suponer para muchos jóvenes y adolescentes el iniciarse en el consumo de sustancias tan perniciosas para la salud como lo son, sin duda, el tabaco y el alcohol, entre otras muchas.

En mis tiempos, lo de fumar y beber te lo metían por los ojos. En las familias era raro que el padre y los abuelos no fumaran (las madres y las abuelas todavía no se lo planteaban, porque el beber y el fumar eran costumbres más propias de los hombres) Había publicidad de todas las marcas existentes de tabaco y alcohol, y, por si fuera poco, a los actores más famosos, tanto interpretando sus papeles en las películas, como en la vida normal, siempre se les veía con el cigarrillo o la copa en la mano. ¿Quién no recuerda a Humphrey Bogart en Casablanca, o a Rita Hayworth en Gilda, por poner dos ejemplos de los muchos que podríamos nombrar, aparecer en la pantalla regodeándose cigarrillo en ristre y bebiendo por doquier? ¡Qué malísimo ejemplo nos dieron nuestros idolatrados artistas!

Siendo adolescente, como todos, también hice “mis pinitos” con el tabaco y con el alcohol, aunque, tengo que reconocerlo, no tuve que hacer grandes esfuerzos para dejar los, a lo sumo, seis u ocho Celtas que me fumaba al día, allá a mediados de los sesenta, o la copa de whisky o de coñac que me bebía cuando, muy de vez en cuando, salía por la noche, porque pronto pude comprobar que si bebía o fumaba más de la cuenta al día siguiente no era el que quería ser.

Y si ya tenía claro lo que les acabo de contar, para que me entiendan mejor, añadiré algo que presencié un día del verano de 1970; desde entonces nunca tuve dudas acerca de lo perjudicial que pueden llegar a ser las drogas, y en especial el tabaco, para todo tipo de personas.

Estaba cumpliendo mi segundo campamento de milicias, en el acuartelamiento de ingenieros del ejército de tierra de Hoyo de Manzanares cuando, una tarde, antes del toque de retreta, el comandante del batallón al que pertenecía, dirigiéndose por la megafonía a todos los que lo integrábamos, nos anunció la visita de un alto mando del ejército que, nos dijo, llegaría al campamento el sábado para inspeccionar sus instalaciones. Para preparar su recibimiento, nos conminó a acostarnos pronto, pues al día siguiente teníamos que madrugar para subir a la ladera sur de la sierra lindante con el mismo -Sierra de Guadarrama- con brochas y pintura blanca, para escribir sobre las rocas de granito, con letras de gran tamaño: “Franco, Franco, Franco” (tal cual).

A la mañana siguiente, el toque de diana sonó a las seis y todo el batallón se puso en pie para empezar la faena. En camiones del ejército llegamos hasta las estribaciones de la Sierra que teníamos que “embadurnar” y, una vez allí, comenzamos a subir la empinada pendiente. Teníamos que salvar unos seiscientos metros de desnivel para llegar al punto en que debíamos empezar a pintar y, cuando apenas llevábamos andando media hora cuesta arriba, algunos compañeros empezaron a toser y a dar muestras de fatiga. El capitán que iba al mando de la expedición, mirándoles con cara de cabreo les espetó: sois fumadores, ¿no? Y les dejó tirados a medio camino, mientras el resto continuábamos montaña arriba, pues los rezagados no eran capaces de mantener el ritmo que exigía la ascensión.

Lo relatado me impactó, pues no podía entender cómo hombres de veinte años, más o menos, por ser fumadores, eran incapaces de subir andando una ladera cuya pendiente no era superior al 15%. Aquello reforzó lo que ya sabía, cual era que, si quería tener buena salud, además de otras cosas, nunca debería fumar.

Por cuanto les he relatado, estimados lectores, yo les pediría que siempre que tengan ocasión de charlar con adolescentes, les digan que, en lugar de irse de botellón, que es donde suelen, si no empezar, si fumar y beber más de la cuenta, se aficionen a madrugar los fines de semana para ir a hacer un poco de deporte, que es costumbre mucho más sana que andar por ahí, deambulando noche tras noche, sin parar de beber y fumar.

Más, como sé que, hoy día, son mucho más tentadores los placeres que te pone al alcance la sociedad que los esfuerzos que a cualquier adolescente le puede suponer el estilo de vida que yo planteo, lo dejo estar, no sin antes afirmar que, aunque defienda el derecho a elegir el estilo de vida que cada uno quiera llevar, yo siempre recomendaré hacer lo que más cueste porque, a la larga, casi siempre, “el que se esfuerza gana”.