Quiero al empezar este artículo recordando a un amigo de candidatura al Senado por Zamora en 1978 Ignacio Sardá Martín, pues acabo de releer sus libros sobre “Apuntes de Ética” editados en 1945.

Probablemente no estamos tomando conciencia de la gravedad del momento moral en que estamos viviendo. Si entendemos por ética la parte de la Filosofía que trata de la moral y de las obligaciones de la sociedad, habrá que concluir que el comportamiento de algunos políticos y de muchos ciudadanos, no es el adecuado. La ética tiene por objeto entender el carácter de bondad o maldad de las acciones humanas, se necesita moralizar la vida política y social, así como recuperar el sentido cívico de la participación ciudadana. El desarrollo individual no debería limitarse solo a la esfera privada. Es más, es conveniente llevar a cabo un discurso que nos conecte con las mejores tradiciones de transformación de nuestra vida pública, donde el carácter moral de la misma la entendamos como un intento de elevar la presencia moral. La democracia tiene otras motivaciones, tratar de hacer ciudadanos, cuyo comportamiento personal y social este basado en una clara tabla de valores cívicos.

Las personas sentimos un impulso hacía la justicia, la búsqueda de la verdad moral. Por ello la ética aplicada a la política (con mayúscula) tendría por objeto enseñarnos como debe ser organizarnos en sociedad, para que la sociedad y los gobiernos sean morales, esto es, para que satisfagan las exigencias de la ética. La política ética sería pragmatismo puro que acabaría conduciendo a graves consecuencias para la vida.

En este sentido cabe recordar que la política se ha independizado de la ética y sucumbiendo a un “realismo sin principios” y un “pragmatismo sin convicciones.”

Los políticos reducen su gestión a un trato por los “intereses partidarios. Por el contrario, algunos politólogos-sociólogos insisten en la necesidad de la crítica moral de la realidad política y añaden que la política debe ser el cauce para realizar los ideales morales. Aceptar otra posibilidad sería tanto como negarnos la capacidad de pensar.

Tendríamos que actualizar el concepto como definió Aranguren a la democracia, dándole en nombre de “Democracia con Moral”. La democracia según Aranguren no sería nunca una “democracia establecida”, en la que nos pudiésemos instalar con comodidad y fáciles aspiraciones. La democracia sería una aspiración moral permanente insatisfecha, precisando de una constante autocrítica para evitar quedarnos prendidos en las redes de la falsa satisfacción.

La función del político (profesional) debería volver a alcanzar la imagen de rigor, de pulcritud, que tuvo en el pasado. Un político puede ser, en su fuero interno profundamente inmoral, o, como diría uno de los padres de la sociología en España el zamorano Amando de Miguel, amoral. Pero será un mal político si prescinde de la moral como arma política. Esta afirmación tan normal y simple hoy parece sorprendente. Pero no debemos dejarla de lado, hay que tomarla muy en serio para que la confusión no siga siendo una regla general en este aspecto. Estamos asistiendo tanto a un proceso de degeneración de la función pública, que parece que estamos olvidándonos lo que debe ser la política, lo que los grandes tratadistas han señalado y demandan los principios generales de la ética.