La fecha de la tragedia de Ribadelago se va alejando en el tiempo y hace ya sesenta y dos años que ocurrió aquel hecho tan doloroso que arrebató la vida a ciento cuarenta y cuatro personas del pequeño pueblo cobijado junto al Lago, entre las montañas protectoras de ambos, olvidado secularmente por instituciones y sociedad, pero punto de mira perfecto para un proyecto de progreso del país que acabaría en muerte para él. Nadie se opuso a la ejecución, ni quiso ver que una presa en una montaña sobre el pueblo, era una bomba activada. Allí se hicieron seis, la amenaza era muy cierta. Pero en el pueblo y en la comarca se necesitaba trabajo remunerado, vida. Algún anciano sabio advirtió de las potenciales consecuencias negativas que encerraba, pero la mayoría lo acogió con alegría y esperanza.

Ya hemos expresado muchas veces la desolación y la orfandad en que aquellos mártires nos dejaron a los supervivientes; orfandad no solo de familiares, amigos, vecinos, compañeros de viaje en aquella vida tan añorada, sino también orfandad de futuro, de pueblo, de una cultura tradicional y unas costumbres ancestrales que configuraban la continuidad de la vida en aquel núcleo firme y protector que nos amparaba y fijaba firmemente nuestras raíces, haciéndonos sentir muy seguros, algo que se perdió definitivamente y mutó en un desarraigo permanente y crónico.

Hoy, más de un centenar de supervivientes distribuidos por todas las regiones de España viven aún bajo la sombra de la tragedia que rompió su vida en dos y nunca se ha podido unir porque supondría aceptar lo que ocurrió, y eso no es posible. Y piensan con nostalgia y pena que nuestro pueblo ahora sería hermoso, con casas renovadas, calles asfaltadas, alegre y bullicioso como siempre fue, muy poblado porque de las personas desaparecidas, cincuenta y dos eran niños. El futuro era prometedor. Sin embargo es desolador recorrer lo que quedó de él, y contemplar esa quimera solo en nuestra imaginación.

El desarraigo, la tristeza, el dolor, la frustración, siguen invadiendo la vida de estos supervivientes, como si de una corriente helada se tratara contra la que tienen que luchar cada día porque no se va, nunca se termina.

Este año al cumplirse el sexagésimo segundo aniversario, de aquel doloroso acontecimiento le damos la palabra para que sean ellos mismos quienes nos trasmitan, a través de pequeños fragmentos de algunos de sus testimonios recogidos recientemente, cuál es su estado de ánimo, sus recuerdos, sus temores, y su desesperanza en un presente que sigue siendo hostil, porque permanece el abandono y la falta de justicia y paz. Estas muestras nos permiten asomarnos un poco a su dolor permanente.

N.P,: “Ahora cuento esto con enorme sacrificio, no quiero hablar de eso, no quiero acordarme, pero siempre está presente. Siento una tristeza infinita por todos los que se ahogaron, por mis cuñados y aquellas criaturas de seis y cuatro años. Siento pena de nosotros mismos por lo mucho que sufrimos. Eso no se puede describir”.

R.F: “El recuerdo de la tragedia me sigue produciendo mucha ansiedad, pero quiero contarlo, para que no quede en el olvido y porque me libera un poco. Siempre lo tengo presente. Esta pena, esta tristeza tan honda…”.

M.P: “No fui plenamente consciente de lo que había pasado hasta cuatro años después, cuando volví al pueblo. Sentí un profundo dolor por lo que habíamos perdido, por todo lo que se fue aquella noche. El agua se llevó a muchos y nos dejó hundidos de por vida a los que quedamos. Nos dejó muy cambiados. Cuando te sientes tan agredido y dañado, vives como si el mundo se pusiera contra ti. No me gusta el pueblo actual, ni por su situación ni por la vida en él. He vuelto muy poco, no puedo. Me ahogo, me invade el pánico y siento una tremenda angustia. Veo todo cubierto de agua a mi alrededor, y aquella luz que tanto me perturbaba mientras trataba de nadar en el agua congelada esperando la muerte. Echo mucho de menos a todos los que se fueron, niños y mayores. Quisiera que todo volviera a ser como antes…El agua nos destruyó”.

E.S: “Toda la vida he tenido pesadillas. Las sigo teniendo. Sueño con mi madre, que sale del Lago y viene a verme. Me cuenta que vive allí y enseguida desaparece. Siento mucho su ausencia y me agobia no saber dónde está. Me cambió la vida. Empecé de nuevo después de aquella depresión profunda, como si estuviera sola en el mundo, sin referentes. Es una ausencia que nadie ha podido sustituir. Me sigo preguntando ¿dónde está mi madre?”.

M.F: “Siento una tristeza muy profunda, mucha pena. Eso no se olvida. Todas las noches es lo que recuerdo antes de quedarme dormida y siempre lo tengo en la cabeza. Ninguna otra cosa la ocupa tanto ni con tanta fuerza. Es como si la vida hubiera sido solo eso”.

C.F: “Con la tragedia se abrió una brecha enorme en nuestras vidas y el espíritu del pueblo desapareció, su gente murió o se dispersó. Los supervivientes se transformaron por el dolor, por las pérdidas, por todo; nunca volvimos a tener aquella alegría. Después fue sobrevivir con heridas que producen muchos sufrimientos. Siempre tengo ahí dentro pena, tristeza, mucha rabia. Me gustaría que las cosas funcionaran mejor, tener paz, tranquilidad. No quiero acordarme e aquello, pero siempre está presente”.

L.P: “Aún hoy pienso en el pueblo como era antes de la tragedia, me cuesta aceptar la imagen de la actualidad y aún recordarla, mi mente la rechaza. Cuando vuelvo me gusta vivir a tope los recuerdos, los lugares, la compañía de los que aún quedan de aquel momento. Siento muchísimo la pérdida de tantos vecinos y de todo aquello que tuvimos, tan alejado de lo que vivimos hoy. Afortunadamente he recuperado a mis amigas de la infancia después de muchos años sin vernos; se produjo una ruptura muy dolorosa y la pérdida de esa infancia querida y feliz que recordamos con mucha pena y nostalgia”.

J.F: “Ahora siento frustración, tristeza, rabia . Mi madre lo pasó muy mal y mi hermana quedó traumatizada. Siempre ha sentido ansiedad y desasosiego por todo lo que vivimos. Yo era muy pequeño y me fui dando cuenta después de todo lo que habíamos perdido y de la imposibilidad de retornar. Se había roto la vida. No me gusta la situación actual, hay abandono, el Lago lleno de gente, maltratado. ¡Con lo que nosotros cuidábamos todo: agua, tierras, montes…! “

J.R: “La tragedia acabó con nuestra juventud sin haberla empezado. Seguí trabajando llena de pena y tristeza por tanto dolor y tanta pérdida humana y material. Todo cambió de repente. O mejor todo acabó”.

JM.S: “He vuelto al pueblo varias veces. Siempre lo paso mal. Aún están los cipreses que había entre el botiquín y el chalet de Gabriel Barceló. No me gusta el pueblo nuevo ni la casa del parque. Me entristece y me preocupa la contaminación de la zona y sobre todo el lago. ¡Qué oscura está el agua! De una manera muy especial me llenó de pena el abandono del plano inclinado cuando lo vi después de muchos años. Es el símbolo más claro de cuanto aconteció allí y de lo que significaron aquellas obras. Mi padre vivió con mucha tristeza la tragedia, el final de aquella aventura que fue el Salto de Moncabril en la que participó y desarrolló su trabajo en unas condiciones muy difíciles, porque todo entonces era difícil, pero con entrega y valor. Se llevó con él una historia interesantísima personal, social y hasta política, hecha de numerosas anécdotas que constituían la vida cotidiana dura e incierta de aquellos años. Hoy los recuerdos siguen produciendo mucha tristeza por aquel final tan desolador”.

M.T: “No estoy contenta con el ambiente actual. El pueblo está dividido, desperdigado. Está bastante abandonado, con zonas muy descuidadas. No tiene ninguna ventaja por mantener en su territorio las fuentes económicas más importantes del municipio. Se tiene la impresión de que falta atención, voluntad, empatía. Nunca hay dinero para nuestro pueblo que ha dado tanto, sigue aportando mucho y recibe muy poco. Solo por lo que pasó deberíamos tener algún beneficio o recompensa. Hoy veo la tragedia, como una desgracia enorme que produjo una pena infinita por las personas que murieron y por lo mal que se hicieron las cosas. Cuando veo las fotos siento mucha angustia, muchísima tristeza. Mi madre siempre me decía que aquello había sido terrible. Que no se podía expresar con palabras. Siento rabia por las negligencias y desprecios a nuestros padres y abuelos. La tragedia rompió la vida y dejó a los supervivientes más traumatizados de lo que a simple vista parece. Ahora lo entiendo todo”.

Ch, A ,S: “De nuestra generación, ya la tercera desde aquel desgraciado suceso, muchos no han tenido la oportunidad de conocer a sus abuelos, de disfrutar de sus historias, de sus vivencias únicas, de su cariño. La rotura de la presa no solo cambió la vida de sus habitantes, sino también la de sus siguientes generaciones que aunque no lo vivimos en primera persona, también nos ha marcado para siempre. Desde niñas hemos escuchado aquella historia miles de veces relatada por nuestra abuela o por otras vecinas que con tanto cariño recordamos, como si de un cuento se tratase y siempre esperábamos un final feliz, pero eso nunca ocurrió. Esta historia quedó grabada en nuestra memoria, crecimos sintiendo el dolor de cuantos habían perdido a sus seres queridos, habían perdido sus casas o lo perdieron todo y admiramos la fortaleza y valentía con que salieron adelante a pesar de lo ocurrido. Es importante que no olvidemos lo que sucedió y que preservemos el pasado para aprender de él. Aunque los recuerdos no puedan cambiar lo ocurrido sí pueden mejorar el conocimiento actual sobre la historia, y ser útiles en el futuro para que tragedias como aquella no vuelvan a repetirse”.

Ojalá se sientan todos ellos aliviados sabiendo que con nuestro cariño le rendimos reconocimiento y apoyo en esta fecha. Sirva este recuerdo como pequeño homenaje y agradecimiento por estas palabras suyas que deben sacudir un poco algunas conciencias. Y ojalá se cumplan los deseos expresados en el último testimonio: que nunca vuelva a suceder. Y que el progreso se acomode al ser humano.