La mañana del 22 de noviembre de 1975, cuando el aún príncipe Juan Carlos se giró en las escalinatas del Congreso para saludar a la gente allí congregada, yo, con mis quince años recién estrenados, estaba subido en lo alto de un quiosco de prensa que había, y creo que sigue, enfrente del Congreso y en los bajos de mi pantalón vaquero dos pequeños imperdibles, muy de moda en la época, uno con la bandera de España y el otro con la bandera republicana. Y estaba expectante viendo al príncipe Juan Carlos, porque, durante la escandalosa agonía de Franco, en mi casa había visto como nunca antes el miedo en el rostro de mis padres, quizás porque a mi abuelo materno lo quisieron fusilar los llamados nacionales y a mi abuelo paterno los unos y los otros. Por lo tanto, quería sacudirme de encima el miedo sordo y, sobre todo, quería creer que España podía ser otra cosa que miedo y silencio. Así que ahí estaba yo con los ojos abiertos sin perder detalle encaramado en un sitio envidiable.

Entonces probablemente ni el príncipe creía que su proclamación como rey de España fuese a iniciar un proceso, no exento de incertidumbre, bloqueos y más de un desplante transitorio, que conduciría a la promulgación de la Constitución de 1978 y menos claro estaba que esta siguiese vigente más de cuarenta años después, porque, no nos engañemos, estamos viviendo el periodo de democracia más largo de toda la historia de España, por mucho que haya quienes crean, sin duda presos de su incultura o su cerrilidad, que esto de la democracia es una especie de maná caído del cielo y que todo lo aguanta.

Por aquellos primeros años de andadura democrática, cuando el ruido de sables era real, y no la pamplina de una panda de generales octogenarios, ETA mataba casi todas las semanas, unos lloraban la muerte de Franco y otros esperaban que la democracia devolviese la República de 1931; por aquellos primeros años, digo, fue cuando se acuñaron términos como juancarlista, atribuido a Santiago Carrillo, o monarquicano, creado por José Luis Sampedro, ambos para mostrar la posición de republicanos fuera de toda duda ante lo que suponía la figura del ahora zarandeado rey emérito. Sin dejar sus convicciones republicanas, Carrillo y Sampedro, y con ellos una buena parte de la sociedad española, reconocía al rey Juan Carlos I su papel en la construcción de la democracia.

Y en eso andaba un servidor. Pero claro, como en la canción de Pablo Milanés, el tiempo pasa y con él pasan cosas y esas cosas que acaecen no siempre tienen buen color, ni siquiera sabor. Reconocer el papel del rey emérito en la construcción de la actual democracia no es óbice para no mostrar mi desencanto, porque muy por encima de las ideologías, las convicciones y las creencias está la verdad. Y la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero, que dice el Juan de Mairena machadiano, y el hecho cierto es que el rey emérito se ha visto forzado a hacer una declaración complementaria ante Hacienda.

Con independencia del resultado que deparen las investigaciones que se están siguiendo respecto a las finanzas del monarca anterior, manteniendo la presunción de inocencia que también le cabe al llamado por algunos, no sin retintín, ciudadano Borbón, el mero hecho de que haya presentado dicha declaración complementaria y las circunstancias en las que esta se ha producido me generan desagrado, enfado y, por encima de todo, desencanto.

Porque es obvio que cualquier ciudadano puede cometer un error en la declaración de sus ingresos, como lo es que, como buen ciudadano, al percatarse del mismo corra a regularizar su situación ante el fisco asumiendo los costes derivados. El asunto es que el rey emérito no es un ciudadano cualquiera y, desde luego, difícil se hace de tragar el error, que no le veo yo allá por la primavera rellenando casilla a casilla su declaración de la renta, o revisando el borrador y todo ello sin el asesoramiento legal oportuno. Y siendo así, no hay manera de asumir el error y, por ende, he de plantearme la intencionalidad de hacer una declaración defectuosa que, ante el ruido de los últimos meses, no ha habido más salida que intentar regularizar. Y si como ciudadano al rey emérito también le cabe esta acción legal, insisto en con independencia de si las investigaciones que se están realizando dan como resultado algún tipo delictivo, como anterior monarca tiene la responsabilidad de la ejemplaridad, la misma de la que presumió cuando separó de la familia real a su yerno, aún en prisión, Iñaki Urdangarín, curiosamente también por asuntos relacionados con los dineros.

Y justamente es esa falta de ejemplaridad la que produce mi desencanto. Ahora bien, extrapolar ese comportamiento poco edificante, que se suma a otros como la cacería en Bostwana, a la monarquía como institución es tan disparatado, aunque tan español por otra parte, como poner en duda la república francesa por el comportamiento de alguno de sus presidentes, Mitterrand, sin ir más lejos, o, si queremos ir más allá, la de algunos de los presidentes de la II República española, por no hacer referencia a los casos de corrupción de miembros destacados de distintos partidos políticos españoles, incluidos republicanos e incluso separatistas, sin que ello lleve a la conclusión de que hay que acabar con los partidos.

Así que dejemos de mezclar churras con merinas. Séase monárquico, o republicano; propónganse, por los cauces legales, un cambio de forma de Estado, o afínese en la regulación de la función y control del monarca, pero no es de recibo extrapolar el comportamiento de la persona a la institución, a no ser que se esté dispuesto a hacerlo en todos los casos.

Más allá de que el rey emérito haya cometido algún delito, más allá de que la avaricia también le haya atrapado, lo más lamentable e irreparable de su conducta, y aún más en estos tiempos de mediocridad política, es la desilusión sembrada en quienes sean, sin ceguera, monárquicos y en quienes como yo sí creyeron en la persona de Juan Carlos I.