Regreso a la ciudad tras una estancia prolongada en la aldea donde pude quedar quince días largos huyendo de las cifras alarmantes de la pandemia que no dejan de aumentar como hojas caídas de los árboles. En la aldea, tan despoblada y vacía, no aumenta sino el frío, la lluvia y el viento: lo que toca en la estación que estamos. Pero estoy en medio de la vida natural en su estado puro.

Cuando, en esta situación tan preocupante, pienso lo que voy a escribir para ustedes sin que toque los extremos de banal o frívolo, me decido hablar, una vez más, del otoño, la estación-puente entre el verano y el invierno, que he podido contemplar en el campo, arrancando como una locomotora con el humo del viento en la copa de los árboles. Sí, quiero poner letras bucólicas frente a cifras salvajes, vaguadas poéticas contra la curva ascendente de la maldita pandemia: una orogénesis estadística que está provocando terremotos económicos y sociales en todo el mundo.

Las estaciones, como sabemos, no son de todo el planeta sino localizadas geográficamente donde toca que sucedan pero la estación del dolor y la adversidad se extiende por el mundo entero. El otoño en el campo, en los jardines urbanos, es un pequeño cuadro de colores que nuestro ojo quiere ver como bello. El arte es esa estrecha línea entre la realidad y el deseo, indudablemente una metáfora pintada, musical o escrita. Nunca mejor dicho: de la necesidad hacemos virtud, que es otra forma de arte.

Sí, el otoño es una belleza soñada, creación de nuestro cerebro; no hay más remedio que copiar de la realidad cambiante de los árboles, tanto de los que se despojan de follaje como los que conservan las hojas soportando el peso de futura nieve. La madre naturaleza nos enseña a sobrevivir en la adversidad, con el viento en contra, el agua desbordada y el frío avanzando. Las frías estadísticas también tendrán su otoño retardado; su belleza marchita que se hace esperar. Mientras tanto, observo los abedules inundados por la crecida del rio o los robles renaciendo de pasados incendios. A eso se llama resistir, como las aves que buscan refugio en los tejados soportando temporales.

El otoño se pinta de muchos colores y nosotros le damos el toque final con la melancolía. Somos la rama frágil, la hoja caduca, el vuelo corto de la perdiz, pero también podemos mirarnos en la sabia pujante del roble o en la raíz del abedul que busca sujeción bajo la tierra inundada.

Vengo del otoño como quien viene del médico. Fui a inyectar, en la pálida tristeza que nos embarga un poco de color. Es mucho lo que nos está cayendo.

Se ha comparado esta desolación planetaria con la guerra mundial. Quiero también estar presente en ella, si no en la vanguardia, al menos en el servicio de intendencia con letras de esperanza.

En plena guerra mundial escribía el futuro Premio Nobel de Literatura, Vicente Aleixandre, un poemario lleno de optimismo existencial, un canto a la vida en su pulsión natural y humana: ”Sombra del paraíso” .

Con el poeta les dejo:

“Por eso os amo, inocentes, amorosos seres mortales/ de un mundo virginal que diariamente se repetía/ cuando la vida sonaba en las gargantas felices/ de las aves, los ríos, los aires y los hombres.”