Acostumbrados, como estamos, a sistemas electorales proporcionales que, cada vez con mayor intensidad, generan escenarios de partidos altamente fragmentados, que a duras penas alcanzan consensos en sede parlamentaria, el presidencialismo estadounidense nos resulta casi incomprensible. No en vano, se asienta en todo lo contrario; un sistema electoral que huye de la proporcionalidad y busca las mayorías, ofreciendo como resultado un secular sistema de partidos bipartidista.

Sin embargo, sería probablemente pretencioso afirmar que nuestro parlamentarismo es mejor; más eficaz, más gobernable. En el fondo, cada sistema ofrece ventajas y desventajas que son su carta de naturaleza y que les permiten amoldarse, sin grandes estridencias, a las sociedades que acompañan. Es más, probablemente unos EE UU parlamentarios serían tan imposibles como lo sería una Francia federal o un Reino Unido presidencial.

El presidencialismo estadounidense se caracteriza, y distingue de los parlamentarismos, en tres grandes cuestiones que son, a su vez, responsables de sus cuatro grandes ventajas: El gobierno no es colegiado -ejecutivo monista-, hay dos instituciones centrales que son directamente elegidas por el pueblo -legitimidad dual- y el Parlamento y el gobierno prácticamente no tienen interferencias entre sí -radical separación de poderes y ausencia de controles recíprocos-. Tal y como he anticipado, de estas características nacen sus ventajas más reconocidas: (I) El presidente es elegido directamente por la población y el resultado es claro y comprensible para todos; el que gana, gobierna. (II) Los gobiernos que surgen de sus elecciones son fuertes y estables y no viven al socaire de las veleidades del Parlamento. (III) Los poderes legislativo, ejecutivo y judicial viven y actúan separados, sin interferencias. (IV) Es un sistema que genera mayorías con las que tomar decisiones de manera muy fluida.

"El presidencialismo huye de los matices y los grandes consensos y aboga por el gobierno rápido y concluyente de la mayoría; lo que, en definitiva, no hace sino cronificar a algunas minorías"

De cada una de estas aparentes ventajas nacen algunos efectos que pueden provocar serios contratiempos. Así, siendo cierto que el presidente es elegido directamente por la ciudadanía y que, cuando acude a la reelección se está sometiendo al escrutinio del electorado, también lo es que el Parlamento surge igualmente de la elección popular y la disputa por quién es el auténtico depositario de la voluntad popular no es infrecuente. Por otro lado, esa elección directa acrecienta los personalismos y, en el peor de los casos, alienta los populismos. Uno quiere pensar que los estultos son patrimonio presidencial porque en nuestras democracias parlamentarias de partidos, estos se han encargado de seleccionar candidatos con bagaje, recursos y carisma. Pero no están los tiempos como para afirmarlo.

Es innegable que el presidencialismo se caracteriza por gobiernos fuertes y con enorme capacidad de llevar a término sus promesas. Pero también lo es que eso no es patrimonio exclusivo del parlamentarismo y que en cambio, sí que es señal de identidad que las políticas a largo plazo son casi inexistentes y las de medio plazo, complicadas. El presidente vive, por y para, el día a día y sin muchas posibilidades de reajustes en su gobierno si cambian las condiciones. El sistema se caracteriza por su fortaleza; pero no por su ductilidad.

Las interferencias entre el poder judicial, el ejecutivo y el legislativo son patrimonio parlamentario, como estamos viviendo estos días a raíz de la pretendida reforma de elección del Consejo General del Poder Judicial. En el sistema presidencial eso no ocurre, lo cual, también implica que el presidente elude el control parlamentario, no responde a sus preguntas, ni tiene por qué acudir a sus llamadas. Al mismo tiempo, el sistema presidencial prescinde de la figura del jefe del Estado y le entrega esa responsabilidad al presidente.

En principio las funciones del jefe del Estado son el poder simbólico y el poder moderador. Con el primero se busca, como con la bandera, el escudo o el himno, integrar a toda la ciudadanía en él. Es decir, su firma de las leyes no es a título personal, sino en representación de todos y cada uno de los ciudadanos. La función de moderación se activa cuando hay un conflicto entre instituciones y los canales habituales no funcionan. Ante esas urgencias que anuncian colapso, los parlamentarismos disponen del poder moderador del jefe del Estado o, incluso, de las cuestiones de confianza o las mociones de censura que actúan como desatascadores del sistema. En cambio, el presidencialismo en esas coyunturas hace patentes todas y cada una de sus rigideces y convierte la situación en ingobernable; como bien saben algunos países al sur de los EE UU.

Finalmente, su facilidad para generar mayorías agiliza, sin duda, el proceso de toma de decisiones; pero eso implica que elude los consensos, que fomenta la polarización en prácticamente todas las controversias y por ello, desoye los matices. Sociedades en las que, además de derecha/izquierda, sea relevante ser o no nacionalista, o profesar o no una religión, o estar adscrito a una u otra clase social encuentran muy poca sensibilidad en el presidencialismo que huye de los matices y los grandes consensos y aboga por el gobierno rápido y concluyente de la mayoría; lo que, en definitiva, no hace sino cronificar a algunas minorías. 

El presidencialismo es un sistema que es ajeno a nuestra cultura política; sin embargo, cada vez más nuestros sistemas parlamentarios -da igual si republicanos o monárquicos- han encontrado en él elementos que importar. No obstante, creo que no hace falta ser muy avezado para darse cuenta de que cuando hoy hablamos de la presidencialización de los sistemas parlamentarios, no lo decimos porque éstos intenten hacer suyas las ventajas del presidencialismo, sino porque se adhieren como lapas a todos los defectos de este. Ver para creer.

(*) Rafa Martínez. Catedrático de Ciencia Política - Universidad de Barcelona.