En estos tiempos de pandemia, de catarsis sin efecto purificador, de, quizá, como dijo el ministro Castells, fin de “este mundo que hemos vivido”, en una de las pocas intervenciones públicas de este ministro y casi la única acertada; en estos tiempos de crisis que difícilmente pueden verse como una oportunidad, término muy de moda en los últimos años como bálsamo para las tragedias, tiempos de, en definitiva, incertidumbre, desasosiego, miedo y, sobre todo, de orfandad de nuestra clase dirigente de uno u otro signo, se ha acentuado la verborrea sin vergüenza de nuestros políticos, que, dicho sea en su descarga, hemos elegido cada uno de nosotros, así que cada cual habrá de aguantar el palo de su vela.

Así que, casi sin darnos tiempo a pestañear, asistimos a un torrente de declaraciones en los más diversos foros, desde el Congreso, amparado con un plus de libertad y aforamiento, a los medios de comunicación, donde se hace una auténtica exhibición de la libertad de expresión, derecho fundamental más que justificado y protegido en un estado democrático, pero que no garantiza que lo dicho tenga el menor poso de pensamiento. De manera que unos dicen que hay que “naturalizar” el insulto, eso sí, fortificando su residencia frente a quienes hacen escraches, por cierto, antes definidos por el mismo como “jarabe democrático” y ahora reacciones fascistas y, claro, ya puestos alguna se atreve a llamarle hijo de terrorista, ni más ni menos y sin vergüenza. Otros, tras los sucesivos estados de alarma iniciados en marzo, salen en el mes de julio en público diciendo “hemos vencido al virus”, como si de un ejército invasor se tratase, y resulta que en tres meses volvemos al estado de alarma, porque el enemigo derrotado ni siquiera había abandonado el frente, pero, como parecía cautivo y desarmado el enemigo vírico, sin vergüenza, nos lanzamos a salvar el turismo, por aquello de que somos un país de camareros, según dicen algunos, y resulta que, si acaso, se aliviaron los bares, porque los turistas no desembarcaron, pese a que algunos se saltaron las fases de la desescalada para recibirlos poco menos que como en Bienvenido Mr. Marshall, y más de la mitad de la red hotelera aún sigue cerrada y pidiendo sumarse a la hemorragia de subvenciones y ayudas para unos y otros ofertadas, sin vergüenza, y en porcentajes escandalosos no hechas efectivas.

También sin vergüenza se arremetió contra quien decretó sucesivos de alarma ante la pandemia y ahora se le ruega y suplica, sin vergüenza, claro, y hasta sin decoro, que lo vuelva a decretar aunque sea para meses, porque nos llega el agua al cuello, o sea, el virus a nuestros cuerpos. Y con la misma falta de vergüenza se acotan espacios públicos, establecimientos y movimientos sin tener una constatación de cuáles son los focos de contagio del virus, mientras las policías locales asisten desbordadas, y en demasiadas ocasiones, doy fe de ello, complacientes, a los botellones que, sin vergüenza, ahora se cacarea que están prohibidos cuando hace años que está prohibido el consumo de alcohol en la calle.

Así que se “perimetran”, otro neologismo “coravirusniano”, yo también me apunto a la creación de palabras, localidades y distritos, se limitan aforos, se implanta el toque de queda, pero todo ello sin que existan datos que avalen su efectividad en este baile del descontrol de cifras de contagios y muertos, que también sin vergüenza ocurren. Y las PCR y los rastreadores se convierten en algo de lo que se habla, pero que no se ve, en tanto que las mascarillas siguen teniendo, sin vergüenza, un tipo impositivo del 21%, casi de artículo de lujo, qué cojones, cuando resulta que son de uso obligatorio, aunque al inicio de la pandemia no eran ni recomendables. Claro que de poco hemos de extrañarnos en un país en el que se ha abandonado la cultura a su suerte, mala, por cierto, mientras se protege el fútbol como si de dioses del Olimpo se tratase, tal vez porque sean los Aquiles, o Alejandro Magno del siglo XXI.

Y en este contexto algunos dicen que es poco menos que un clamor social reformar el delito de sedición, acabar con la monarquía parlamentaria, o proceder a la autodeterminación catalana, como si realmente de lo que hablásemos el común de los ciudadanos en nuestras conversaciones fuese de esos temas, que para qué vamos a hablar de la pandemia, de la crisis económica, o del temor al futuro inmediato, o de la depresión de la soledad en soledad.

Ya puestos, todo ello sin vergüenza, como no podía ser de otro modo, otros presentan la moción de censura más ridícula, insustancial e inoportuna de la historia de la democracia española, y quizás mundial, mientras aumentan los cadáveres, que morirse siempre ha sido el acto que más sin vergüenza hacemos, que para eso lo hacemos solos, y aumentan los infectados y las familias asistidas en los comedores sociales. Y otros hasta le contestan al llamado candidato e incluso se jactan de haber hecho el mejor discurso de su bisoña carrera política, qué valor y qué falta de vergüenza.

Mientras todo esto pasa, muchos pierden su empleo, o su pequeño negocio casi sin posibilidad de poder volver a recuperarlo, sanitarios, personal de residencias de ancianos y maestros se juegan literalmente la vida, especialmente en infantil y primaria, y una gran mayoría de la ciudadanía vive instalada en la congoja, cuando no en el estupor ante tanta palabrería, tanta ida y venida, tanta crítica de lo que hace el gobierno cuando las CCAA de signo político distinto hacen lo mismo, tanta falta de claridad y de arremangarse todos a hacer frente a una pandemia con criterio; en definitiva, ante tanta explosión de declaraciones y actos realizados sin vergüenza, que acaba sirviendo de justificación injustificable a tanto comportamiento desvergonzado de muchos ciudadanos.

El idioma es sabio, tanto como para que baste suprimir un espacio entre dos palabras para dar lugar a otra que muy probablemente describa la situación en la que nos hallamos. Porque quizás la cuestión no sea que asistimos a palabras y actos realizados sin vergüenza, sino que estamos en manos de sinvergüenzas. Y lo peor de todo es que ni siquiera nos queda el consuelo de exiliarnos, porque esta pandemia vírica ha venido a coincidir, y esto sí que sin vergüenza, con la mayor pandemia de líderes políticos de los últimos cincuenta años.