Una de aquellas canciones que escuchábamos en los ochenta, sin saber muy bien lo que decían, nos recordaba que algunas historias “hablan de batallas / que no puedes encontrar en los mapas”. Y es que son muchos los elementos que configuran nuestro día a día pero no dejan ninguna huella en los libros de historia, ni siquiera en los periódicos. El entorno en el que nos movemos está compuesto por personas y conversaciones, olores y entornos que nos marcan a fuego, pero que desaparecerán con nosotros cuando ya no estemos. Uno de los elementos más relevantes de este entorno en el que vivimos lo forman las personas que nos rodean, pertenezcan a nuestra generación o no. Es nuestro líquido amniótico, la gente que modela nuestros gustos, la que nos enseña a distinguir lo que está bien de lo que está mal y la que nos hace ser como somos. Nuestros padres y nuestros hermanos, por supuesto, pero también nuestro grupo primario, “nuestra comunidad”, esa que los sociólogos diferencian de “nuestra sociedad” y que, en estos mundos premodernos y fríos del que nos imaginamos hijos, no ha desaparecido aún del todo.

Y es que hay personas cuya ausencia notamos más que su presencia, porque nos damos cuenta de todo lo que se ha ido con ellos. Este verano hizo un año que murió Bernardo de Diego, un hombre bueno, al que todos considerábamos un “ilano” más. Ilanes, –o Ylanes, como lo escribían los mayores–, ese pueblo sanabrés de origen incierto y que discurre por la ribera de las Truchas, del poniente hasta el naciente para casi morir en el Mercado. Bernardo –soriano y profesor– llegó a Sanabria hará unos quince años, con su barba ya entrecana y en seguida le dio otro aire, no solo al pueblo, también a la comarca. Yo ya trabajaba y se me habían acabado los eternos y maravillosos veranos de mi juventud. Aun así, de manera puntual, a principios de julio, siempre tenía una llamada en el móvil: “Soy Bernardo, prepárame una conferencia para este verano, anda”. Y así hice varios años.

En algunas de ponente, en otras como convidado, en muchas como oyente junto a los míos. En una de aquellas sesiones “re-conocí”, tantos años después y con Luismi del brazo, al nieto de Angelote, hermano cósmico con el que algún día iré a ese Septentrión donde nos esperan los nuestros cazando charrelas.

Las citas culturales de verano en Ylanes se convirtieron en un clásico: poemas en el Lago, romances en el Mercado, recitales en la biblioteca que con tanto cariño puso en marcha Bernardo… Como cantaba nuestro vecino Yosi, en cada estío un hueco para hacer un alto y “escuchar su voz fatigada / contar historias y viejas baladas” ya que gracias a eso “por un momento las penas se olvidan”. Allí fue la primera conferencia a la que fue mi sobrina Alicia, creo recordar, y quizá también el primer acto cultural al que fui con mi mujer, un hermoso recital de música popular donde no faltó la historia mágica de nuestra Adelina. A mí, que no sé de nada, me tocó en realidad hacer de todo, tal era el empuje de Bernardo, escoltado siempre por la infatigable Trini: desde contar la leyenda de Men –nuestro gran caballero–, hasta recordarle “a la mi gente” la historia de los Rodríguez de Medio –la familia poderosa en Santa Colomba durante siglos–.

Ahora que, poco a poco, la memoria de Bernardo se desvanece, recuerdo que si los nuestros sobrevivieron a los durísimos inviernos rayanos durante siglos fue porque aquí andábamos sobrados de capital social, ese concepto con el que los sociólogos explican por qué algunas sociedades triunfan y otras fracasan. Mucha gente como Bernardo nos hace falta, y más ahora, que nos vamos quedando solos: la diáspora que comenzó hace cinco siglos no se ha detenido y tener la frontera más pobre de Occidente nos ha condenado a empezar siempre de nuevo en otro sitio. Para sobrevivir, necesitamos a esa gente que barre la calle, a esos que limpian la maleza sin que nadie se lo pida, a los que acuden a los concejos y a los que trabajan por todos porque esa es la manera de devolverles a los nuestros el esfuerzo que hicieron por nosotros. Esa gente era Bernardo y eso es lo que necesita nuestra tierra para resistir.

Termino recordando a la escritora búlgara Kapka Kassabova, que me enseñó este verano en una de sus páginas más hermosas que “una vida de libros y montañas es la única vida que vale la pena”. Algo así debió de pensar Bernardo cuando hace años eligió este mundo lleno de “fantasmas de piedra” para vivir el último tramo de su vida. “Sit tibi terra levis”, amigo.