Dicen que las hay buenas. Pero lo cierto es que cuando no se dice nada al respecto se supone que son malas. En Galicia dicen que abundan. Al parecer, en general, se trata de brujas buenas. De hecho, las hay de varios tipos: bruxas, meigas y sabias. Cada una es dueña de alguna característica distinta a las demás, lo que las hace especiales. También están las brujas de los cuentos, como la malvada de Blancanieves, o alguna otra que, sin serlo, ejerce de bruja mala, como la madrastra de Cenicienta.

Lo cierto es que a muchas mujeres le hicieron la puñeta al ser acusadas de brujería por la Santa Inquisición. Fueran o no, pasaron por vejaciones, por la cárcel o por la hoguera, según los casos. Zugarramurdi es lugar de “culto” para los seguidores de la brujería. Allí dicen que se reunían las brujas vascas para festejar a Belcebú, ya fuera en forma humana o de macho cabrío. Según dicen algunos, ya las citaba Plinio el Viejo cinco siglos antes de Cristo.

Cuando una mujer es capaz de influir sobre alguien lo suficiente como para conseguir que sea protagonista de alguna maldad en contra de su voluntad, en el lenguaje coloquial se suele decir que la que así actúa es una bruja, aunque poco tenga que ver su intervención con la denominación primigenia de ese vocablo.

A propósito de ese tema, hace unos días encontré serio y taciturno a un amigo mío, que solo cuenta con diez años de edad, con el que suelo tener conversaciones interesantes. Se trata de un adelantado preadolescente, con una inteligencia muy por encima de la media, del que suelo aprender cosas. El motivo según él, era que había visto en un periódico que, tanto él como todos sus amigos y compañeros de clase, estaban condenados a contraer el COVID-19, hicieran lo que hicieran y anduvieran por donde anduvieran. Lo había dicho la presidenta de la Comunidad de Madrid con estas palabras “prácticamente todos los niños se contagiarán en una reunión familiar, en un parque, o trasmitido por otro niño”. Así que el preadolescente le estaba dando vueltas a la cabeza al tema, tratando de entenderlo, porque no cuadraba con lo que él había visto en la tele, donde mucha gente decía que con la mascarilla, la higiene y la distancia de seguridad, se podía uno librar del ataque del “bicho”.

Tenía grabada en su cabecita la imagen de la presidenta lanzando aquel mal presagio. Salía en forma de rayo arrasador, de una persona de inexpresivos rasgos y porte hierático, que tenía una mirada que no expresaba nada. Y es que aquella mujer no exteriorizaba el más fútil sentimiento, ya fuera de acercamiento o de comprensión. La presidenta decía eso, lo del contagio, con la misma frialdad que si estuviera inaugurando unos aseos en una consejería. Fría, como la Dama de Elche, aquella señora era incapaz de trasmitir cualquier mensaje, por mucho que se los escribieran y los ensayara en su casa. Después del sketch de la señora Cospedal, aquel en el que trataba de explicar, con poco éxito, el cuento chino de la indemnización a Bárcenas en diferido, no había habido nadie que lo hubiera superado. Hasta que llegó al poder esa inexpresiva señora, capaz de trabucarse, confundirse, y mal explicar cualquier cosa.

Para aquel chavalín, cabizbajo y compungido, podría tratarse de una bruja con poderes que iba a hacer que el virus le persiguiera por todas partes, allá donde se encontrara, y eso le preocupaba. Le preocupaba, no tanto por sí mismo, sino porque al vivir con familiares calificados como de riesgo, estos podrían pasarlo muy mal si llegaba a contagiarlos.

Traté de tranquilizarlo, diciéndole que no se trataba de ninguna bruja, sino de un holograma en forma de esfinge que reproducía las señales, en forma de ondas, que le llegaban de alguna parte, y que por eso no debía preocuparse.

El pobre niño, que ya había dejado de creer tiempo atrás lo de la malvada bruja de Hansen y Gretel, porque se había enterado que era un personaje inventado por los hermanos Grimm, ahora se encontraba con otra diatriba que le costaba asimilar, la de la existencia o no de las brujas de verdad. Sobre él pesaba la terrible advertencia de aquella señora sobre el maldito virus que iba a ser capaz de perseguirle por tierra, mar y aire.

¿Cómo va a tener superpoderes alguien que ni siquiera es capaz de expresarse con rigor? le comenté. Recogió ese argumento con interés. Se quedó pensando unos segundos y me dio un abrazo. Un abrazo virtual, eso sí, porque el niño en ningún momento llegó a acercarse a mi lo suficiente, ya que conservaba la distancia de seguridad. Sus ojos volvieron a brillar, y quise entrever también una sonrisa detrás de su mascarilla.