Si algo quedará en nuestro recuerdo de esta pandemia serán las imágenes en la televisión de las ruedas de prensa de los diferentes responsables públicos. Comparecencias rellenas de datos que informaban del objetivo a conseguir: doblegar la curva.

El dato de contagiados, el dato de los recuperados, el dato de los fallecidos… La evolución de los datos como base en la toma de decisiones. Por un momento, la información numérica dotada de objetividad ayudaba a tomar las decisiones correctas. La opinión, el prejuicio o la decisión apriorística cedía paso a la reflexión, el análisis y la elección de una decisión justificada sobre una panoplia de opciones posibles.

Los gestores públicos comparecen ante la ciudadanía en un ejercicio de pedagogía social explicando lo que nos está pasando. Un bichito invisible al ojo humano nos ha generado la incertidumbre de lo desconocido. Necesitamos conocer, buscamos evidencias y exigimos que se nos informe al momento. Los datos representan un estado de cosas ante el que nos comportamos con responsabilidad. Nuestra vida está condicionada por la información que nos cuentan. Día a día estamos pendiente del dato que doblega la curva.

Bueno sería si de esta crisis construyéramos un nuevo sistema político donde cada posición política se fundamentara en la propuesta. Qué buena lección sacaríamos de esta crisis si en nuestra sociedad arraigara un discurso reflexivo fundamentado en datos. Si de la práctica de la propaganda pasáramos al sosiego de la propuesta, donde fuéramos capaces de diferenciar la información de la opinión.

Ahora, ante la tarea de reconstrucción de la economía, el dato se nos presenta como clave para tomar decisiones. Sin embargo, hace unos días se produjo un gran revuelo por las declaraciones del Ministro de Consumo sobre nuestro sistema económico. Analizaba el ministro las dificultades de nuestra industria para responder a las necesidades del sistema sanitario. Caracterizaba nuestra economía como de alta dependencia de sectores de bajo valor añadido como la hostelería. La respuesta airada de relevantes figuras de la política, la empresa y los medios no deja muchas esperanzas de que salgamos de los discursos enlatados, políticamente correctos.

Lamentablemente, todo apunta a aquello de lo que Daniel Kahneman ya advertía en una entrevista periodística en su visita a España en 2012 para presentar su libro Pensar rápido, pensar despacio (editorial Debate): «Es imposible que un político logre réditos por evitar un desastre lejano en el tiempo». Más allá del dato reflexivo, de nuevo se prima la urgencia. Los problemas vuelven a abordarse desde la coyuntura del momento, con las mismas recetas.

No queda espacio a la identificación del problema y el análisis de las consecuencias de las decisiones tomadas. Ahora, de nuevo, solo es momento de tomar medidas para recuperar el empleo perdido, aunque este sea tan efímero como el perdido por esta crisis. En vez de pensar despacio y tomar decisiones reflexivas, seguimos actuando con intuición y precipitación.

Se espera que la ciencia económica se fundamente en información contrastada. Sin embargo, en economía nos hemos acostumbrado a un discurso cuasi-religioso. Llevamos años con las mismas recetas. Liberamos los mercados para que la competencia los haga más competitivos, acometemos la enésima reforma laboral como solución al desempleo, etc. Todas ellas se presentan como soluciones científicas indiscutibles donde no se admite la discrepancia. Nunca hay espacio para analizar los efectos de las medidas.

La mentira más grande escrita en una servilleta, es un buen ejemplo de esta fe. Se trata de la denominada curva de Laffer sobre las bajadas de impuestos. Intenta probar que a menos impuestos más recaudación. Una teoría que, a pesar de las evidencias en su contra, sigue siendo parte del discurso de cabecera de influyentes posiciones políticas. Una mentira con una influencia decisiva en nuestras sociedades, que ha contribuido a crear un pensamiento colectivo que desvincula los servicios públicos de su coste. En esta crisis, desde el empresario más liberal hasta el trabajador social más comprometido piden la presencia y la ayuda del Estado, pero ninguno habla de los recursos para ello. Se llega al extremo en el que en la misma frase se pide la eliminación de impuestos y la dotación de ayudas públicas.

Los mensajes son ajenos a cualquier pensamiento racional. Siguiendo a Kanehman, sólo queda espacio para pensar rápido. Lo intuitivo, la frase hecha que nos edulcora el oído no deja espacio para el dato contrastado. Exijamos información rigurosa que nos ayude a separar a los expertos de quienes no son más que portavoces de intereses singulares, cuyos discursos están llenos de apriorismos y juicios previos. Dudemos de quien se envuelve en banderas y se atribuye títulos. Denunciemos lo que no es más que apriorismo ideológico que se reviste de verdades irrefutables.

(*) Sociólogo