Estoy horrorizado. Sí, sí. Es el sentimiento que me acompaña desde que el estado de alarma dejó de operar en este país y pasamos a ser de nuevo ciudadanos libres y, sobre todo, supuestamente responsables. Pero no, qué va: los días transcurridos desde que nos dijeron que teníamos que cuidarnos a nosotros mismos y, de manera muy especial, mirar también por el resto de la tribu, se han convertido en lo que algunos veníamos anticipando: el regreso a la ley de la selva, a centrarse en uno mismo y que se fastidien (por no decir lo que ahora mismo están pensando) los demás; en definitiva, la vuelta a una nueva normalidad, que nadie sabe lo que es, tejida con conductas egoístas, incívicas e insolidarias. No me cansaré de repetirlo: el bienestar individual depende del bienestar de los demás. Si yo no te cuido, no puedo esperar que los demás me cuiden. Y viceversa. Somos seres sociales que dependemos los unos de los otros, para lo bueno, lo malo y lo regular. Pero algunos no lo entienden y se lo pasan por el arco del triunfo.

Estoy horrorizado también con algunas de las conversaciones que últimamente estoy escuchando en las barras de los bares, en las colas de la pescadería o comprando el pan, por citar solamente tres ámbitos donde se puede tomar el pulso de la gente. Aquí van tres comentarios muy significativos: "Y ahora dicen que van a compensar económicamente a los sanitarios con una paga extra. No hay derecho. Han realizado su trabajo y encima quieren más", "Y seguro que nos van a subir los impuestos para pagar el salario mínimo vital que van a recibir esa legión de personas que no quieren trabajar. Qué morro tienen", "Esta pandemia se acababa rápidamente dejando que cada uno se las apañe como pueda". Son tres joyas escuchadas durante los últimos días en esos escenarios de la vida cotidiana que comentaba más arriba. Manifestaciones de individuos profundamente egoístas, que desconocen el verdadero significado de la solidaridad y que están faltos de una de las virtudes que deberían acompañarnos a todas las personas de bien: la compasión.

Y estoy horrorizado por el silencio cómplice de quienes observan conductas egoístas, incívicas e insolidarias y, en vez de ser valientes, prefieren no meterse en líos. Olvidamos, sin embargo, que quienes más podemos influir en los demás, ya sean nuestros hijos, familiares o amigos, somos nosotros mismos, no los políticos de turno. Por mucho que nos digan lo que tenemos que hacer, no se hará sin la complicidad del conjunto de la tribu, a no ser, claro está, que las fuerzas del orden nos obliguen a realizarlo. Por eso debemos ser buenos ciudadanos, que es tanto como ser cómplices para buscar soluciones a los problemas que nos afectan a todos. Y no debemos serlo únicamente con bonitas palabras. Debemos predicar con el ejemplo. Y si hay que decirle a alguien a la cara que es un mal ciudadanos, se le dice. Con educación, no vaya a ser que uno reciba a cambio lo que menos se espera. Y si no es posible, se me ocurre una alternativa: marcharse a una isla desierta y empezar de cero. Yo, ya les adelanto, me lo estoy pensando.