Veo turbas de enmascarados pintando y derribando estatuas a lo largo y ancho del planeta civilizado y democrático, con rabia y soberbia, como si no hubiera un mañana o como si eliminando las huellas del ayer fuera posible hacer un futuro mejor. No son idealistas, no son ejércitos de esclavos siguiendo al Espartaco o al Moisés que los libera. Son estúpidos. Bandas de genuinos imbéciles cuyas conexiones neuronales se alimentan de la aparente simpleza que reciben de la televisión, las redes sociales y el marketing pop que se han adueñado de las sociedades en las que habitan.

Lo visten de revolución en la época y el ecosistema en que las revoluciones son imposibles fuera de unas cuantas fotos porque dan tremenda pereza física y mental. Porque no hay revolución que no vaya precedida de un importante esfuerzo cerebral de generación de ideas. Sea científica, sea social, no hay revolución si no propone un nuevo paradigma que sustituya al preexistente. Nunca, salvo en la mente y actitud de los genios del romanticismo bajo los efluvios de la absenta o en la autodestrucción punk atiborrada de sustancias alucinógenas, ha existido revolución hacia el nihilismo.

Como para que ahora vengan estos imbéciles, con siglos de retraso y culos anchos de estar tumbados en el sofá dándole a la consola, en los bancos de los parques fumando canutos o crack o en las aceras viendo pasar la vida de los otros ante sus ojos, a acabar con el racismo, la marginación, las desigualdades o la pobreza. No hay revolución en la que sus protagonistas no se jueguen el tipo al todo o nada. Es imposible que las selfies y la macarrada en pandilla conduzcan a un sitio mejor. Ni siquiera a un sitio distinto que el cubo de la basura de la historia.

Aquello a lo que algunos pretenden dar la consideración monolítica de memoria histórica, adaptándola al contexto actual, olvidan que ni es memoria ni es histórica si se separa del contexto en el que se produjo y de los antecedentes históricos que llevaron hasta allí. Empezar catalogando a Lincoln, Cristóbal Colón, Isabel la Católica o Winston Churchill como racistas conduce al absurdo de que por idénticos motivos esa mancha deba extenderse a todos los gobernantes, hombres ilustres y cada uno de los humanos que ha vivido en el mundo hasta ayer por la tarde y, aún hoy, a todos menos a los más ignorantes, aquellos que vociferan, acosan y destrozan en las sociedades de las que forman parte en igualdad legal de condiciones.

Que desde algunos sectores ideológicos y mediáticos se les jalee y se les otorgue una impronta épica que para nada tienen, sólo contribuye a reconocer que en la era del mayor conocimiento humanístico, científico y tecnológico, tenemos también la mayor capacidad de divulgación y asentamiento de la estupidez. Algunos críticos, con excesiva buena voluntad, denominan al proceso que vivimos como revolución de la desmemoria. Se trata, sin embargo, de la revolución de la estupidez; la involución de la ignorancia.

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