Hablando el otro día con una persona muy cercana que andaba con sobrecarga de tristeza le recordé estos versos de Joan Manuel Serrat: "Bienaventurados los que están en el fondo del pozo/porque de ahí en adelante/solo cabe ir mejorando". En cierta medida así nos encontramos en estos momentos en los que parece que la tragedia de la pandemia del coronavirus nos ha puesto en el fondo y a partir de aquí empezamos a ver cierta luz alimentada por los anuncios de sucesivas etapas en el levantamiento de la cuarentena que ya ha rebasado su propia denominación en el número de días que llevamos confinados.

Es verdad que el panorama que se nos avisa que encontraremos en el regreso a la ahora llamada nueva normalidad no es muy halagüeño. Economistas, filósofos, psicólogos, médicos, políticos y periodistas, por citar solo algunos ejemplos, van dejando sus aportaciones sobre crisis económica y personal; pero antes de adentrarnos en esta especie de más allá anticipado, necesitamos un tiempo, aunque sea breve, de reencuentro con la vida, con la satisfacción de estar vivos.

Y es por esto por lo que a medida que se anuncian las fases de la desescalada la primera expectativa que se nos genera es la de salir, disfrutar en lo que se pueda y, en definitiva, darnos un respiro de tantos días sumando tragedia sobre tragedia. Tenemos ganas de fiesta, porque no en balde la fiesta desde las primeras comunidades humanas ha estado ligada al fin de las tareas más arduas en el campo, pero también al final de las catástrofes y no hay la menor duda de que estamos empezando a salir de la mayor catástrofe que el llamado primer mundo ha vivido desde la Segunda Guerra Mundial.

Es, por tanto, más que razonable este deseo de esparcimiento, porque, para más dolor, durante todo este tiempo hemos perdido, amén de la vida, lo más preciado del ser humano, la libertad. Cierto es que hemos asumido con mayoritaria ortodoxia el confinamiento, pues, aun sin saberlo, hemos entendido lo que tan bien explica la filósofa Victoria Camps cuando señala que necesitamos del cumplimiento de normas para garantizar la libertad y en este caso estábamos garantizándonos además, o al menos intentándolo, nuestra propia salud.

Pero, en cualquier caso, hemos puesto nuestra libertad en cuarentena y ahora sentimos la necesidad de, aunque sea por unos instantes, volver a sentirnos libres, aun cuando haya de ser todavía una libertad condicional, pero libertad.

Ahora bien, es muy importante que cada uno de nosotros, sin quitar un ápice de la culpa pasada o futura que les corresponda a nuestros líderes políticos de uno u otro signo y que tiempo habrá de ajustar cuentas, cojamos el reverso de toda libertad, la responsabilidad. Porque no podemos pretender que en cada fase de desconfinamiento un policía nos acompañe cronómetro en mano comprobando la distancia y el tiempo que empleamos en el paseo, si hemos salido una vez como corresponde o estamos haciendo trampas, o nos creemos los más listos de esta película que bien podría llamarse con la muerte en los talones. Y tampoco podemos cobijarnos en que no pasa nada porque una persona, yo, claro, incumpla lo establecido. No nos hagamos trampas al solitario, que es la mayor de las estupideces y, como supuestamente dijo el diplomático francés Charles Maurice de Talleyrand, lo que no puede ser no puede ser y además es imposible, frase que, dicho sea de paso, hizo famosa, sin duda con más gracejo, el torero Rafael Guerra, Guerrita.

La situación en la que estamos es la que es en toda su crudeza, pero también en toda la ilusión de poder recuperar poco a poco el control sobre la salud, sobre nuestra vida y nuestra libertad, pero para ello va a ser fundamental acogernos al imperativo categórico de Immanuel Kant y obrar de tal manera que queramos que nuestra acción se convierta en ley universal. Porque de no hacerlo, de no abrazar con la misma fuerza nuestros deseos de libertad con la responsabilidad aparejada, tendremos que asumir, a mayor tragedia, los versos de Jarcha "es la libertad rodeo/que va dando la cadena".