UNO. No digo que yo no hubiera hecho lo mismo, de tener que tomar la decisión. No digo que no sea lo que procede, aunque solo sea porque un confinamiento tiene que hacerse dividiendo y cerrando espacios. Pero eso de que de pronto hayamos cerrado fronteras a cal y canto, incluyo dentro de Europa, incluso con nuestros hermanos portugueses, no deja de suscitarme melancolía. Hace tiempo que las fronteras están solo en los mapas y en la cabeza de demasiados dirigentes políticos. El mundo es uno y las barreras, muros y divisiones se han disuelto con el avance de los transportes, el comercio, la conexión digital y todo eso que llaman globalización o mundialización. Precisamente a eso se debe la brutal pandemia que nos tiene encerrados, sorprendidos y asustados en las casas. La secuencia es inimaginable para otras épocas que no sean la presente. Una persona en una aldea remota de China que no sabemos ni situar en el mapa se toma una sopa de murciélago (o algo así) y se desarrolla en él un virus que no tarda en infectar a su círculo más próximo, a su zona, a su ciudad, a parte de su país; a los pocos días es Italia, tan lejana, la infectada; y de inmediato España; los restantes países del mundo en apenas un par de semanas, si es que tardó tanto en desarrollarse la pandemia. Es decir, el mundo es hoy, en la práctica, un solo país, una unidad, donde todos estamos interrelacionados y donde el problema que alguien padece en un lugar remoto puede hacer temblar a quienes hasta el otro día paseábamos tan tranquilos por Santa Clara.

DOS. El problema, y no pequeño, es que esa globalización de hecho nunca lo ha sido de derecho y que no hay instituciones que nos cuiden de forma global, respondan democráticamente ante el conjunto de la humanidad y tracen planes (de salud pública por ejemplo) para el conjunto del planeta. La ONU, la OMS, La UNESCO, etc, son intentos de eso, pero aún en germen, sin poder real. Tenemos ahí un serio problema de futuro porque esta pandemia ni es la primera ni será la última y porque cada vez serán más numerosos los problemas que afecten al conjunto y que no puedan solucionarse solo desde las partes (desde cada país por separado). La dirección del mundo, para nuestra desgracia, no la llevan los mejores ni los más capacitados; son los más poderosos, los más ricos, también los más codiciosos y despiadados, quienes deciden de qué va la globalización: negocios sin barreras, capitales sin patria, desprecio a lo que llaman "mano de obra" con las deslocalizaciones, etc. Quizá resulte un tanto abstracto abordar esta cuestión desde el ámbito mundial, por inabarcable. Observen, en ese caso, la más pequeña y manejable Unión Europea. Ni siquiera en esta zona, donde somos similares y no pensamos muy diferente, se ha podido poner en pie una forma de gobierno real, democrática y eficaz, más allá de esa caricatura que son las instituciones europeas. Cada país va a la suyo, pese a que los problemas son los mismos casi siempre en todas partes. Y ahora, ante la tragedia común del virus insaciable, no hay forma de que se apliquen medidas compartidas. Los que tienen más pasta, como Alemania, Holanda y Austria, acaban de hacer el enésimo corte de mangas a los países que van peor (España, Italia, Grecia...), entre otros cosas, porque no paran de trasferir riqueza a los más ricos: para eso sirve la monstruosa deuda pública y el nefasto ideario económico neoliberal.

TRES. Esta crisis creo que pondrá a prueba definitivamente a una Unión Europea de la que vamos siendo más los que nos queremos ir, que los que se quieren quedar (por eso evitan hacernos consultas en referéndum). Y pone también a prueba la capacidad del mundo para ser verdaderamente global; como se necesita, por otra parte, si queremos sobrevivir al desastre climático. Las fronteras actuales son más simbólicas que reales. No paramos de viajar, de intercambiar mercancías y conocimientos, de vernos a través de los medios audiovisuales... Lo compartimos al instante casi todo, pandemias incluidas. Aunque sigan existiendo, la fronteras reales no son ya esas de alambradas o vallas con cuchillas o muros de cemento o patrullas armadas. Lo que tenemos separando los países son más bien fronteras de terciopelo, rayas en los mapas, prejuicios en el cerebro. Ahora, asustados con motivo, tratamos de encerrarnos de nuevo tras esas líneas imaginarias, pero seguimos consumiendo kiwis de Australia, productos chinos, patatas francesas y películas americanas. Los que viajan mucho saben que en todas partes se viste parecido, se oye la misma música y se tienen costumbres semejantes. El mundo está globalizado, para bien y para mal. Para mal, sobre todo. Así que nos toca ir pensando como gobernamos eso desde la aldea global, mundial, en la que de hecho residimos. Los virus, como bien se ve, no tienen patria ni saben de fronteras. De momento, lo sé, el combate hay que seguir librándolo casa por casa y hospital por hospital. Mantengamos ese empeño sin desfallecer, pero vayamos reflexionando en el después. Otros mundos son siempre posibles y suelen surgir de las cenizas de los precedentes.