La actitud es una de las cualidades esenciales a la hora de afrontar el desempeño de toda actividad profesional. La actitud (la buena, se sobreentiende) representa una seña de identidad que, a la postre, define no solo el carácter de la persona, sino que es la auténtica carta de presentación ante los demás. Viene esto a cuento del bochorno que han protagonizado días atrás dos dirigentes políticos con altas responsabilidades públicas: el vicepresidente de la Junta, Francisco Igea, y el alcalde de Valladolid, Óscar Puente, a propósito de las formas en la convocatoria y posterior organización de una reunión en la Consejería de Cultura. Más allá de filias y fobias, la relación institucional entre ambos políticos roza lo esperpéntico. La personal, ni importa ni merece ser objeto de mayor comentario. Pero si las declaraciones ante los medios de comunicación y los mensajes personales en las redes sociales menoscaban los elementales principios de la lógica interlocución entre instituciones públicas, incluso con frases que suponen todo un insulto a la cordura y a la ética, la cuestión se convierte en un esperpento y en un circo que los ciudadanos no se merecen.

El contexto y los motivos concretos del enésimo enfrentamiento entre Igea y Puente quedarán guardados en el cajón del anecdotario y en el olvido colectivo. Sin embargo, lo que sí va a permanecer en la mente y en el recuerdo de la gente es la inverosímil actitud de dos representantes públicos, más preocupados al parecer por sus respectivos egos que por los problemas reales de la sociedad. Y todo esto cuando más se demanda la senda del diálogo y la concurrencia de responsables con vocación de servicio público, que rehúyan del afán personalista y, según los casos, hasta de las rígidas directrices que marcan los aparatos oficiales de los partidos. Mal vamos a romper así el desapego ciudadano que subyace en todos los estudios demoscópicos hacia la clase dirigente, cuando la pasión personal y la legítima defensa de los posicionamientos de cada uno se confunden con el insulto y la reyerta verbal.

Mucho me temo que aún seremos todos testigos de algún que otro episodio de esta convulsa relación, tropezando ambos políticos de nuevo en la misma piedra. Dos no discuten si uno no quiere, pero aquí ese adagio no tiene pinta de cumplirse, porque el fango en el que se han embadurnado es profundo y sucio.

Cuanto bien harían si dejaran de mirarse el ombligo y sacrificaran el orgullo personal, haciendo de la política el noble oficio de hacer posible el bien común. Porque los tiempos actuales exigen que tengamos la percepción de que quienes nos representan son los mejores, los más formados y educados. La confrontación es consustancial a la política, pero los malos modos y el insulto son claros indicadores de que algo no funciona, de que estamos en una especie de italianización de la política local y autonómica que produce pavor y total desinterés.

Es, como digo, una cuestión de actitud. Nada más y nada menos.