Hace unos días veía en una red social las fotos de unos amigos, unas fotos alegres de esas que se iluminan con la sonrisa sincera de quien está disfrutando del momento que está viviendo, y a pesar de la enorme distancia que me separaba de esos amigos sentí que en cierto modo esa sonrisa también era mía, porque me alegraba de ver su felicidad.

En nuestro mundo de eficiencias, competitividad y escalafones no se nos pone fácil vivir esta comunión que nos hace sumar fuerzas y disfrutar cuando disfrutan los demás. Todos conocemos a alguien, o experimentamos alguna, vez la hiel del rencor que encuentra en la caída ajena la fuente de una supuesta "felicidad" que enseguida deja ver que ni sacia ni hace feliz, sino que simplemente va envenenado y endureciendo el corazón.

Esta realidad humana es tan habitual que hemos tenido que crear la expresión "envidia sana" para aclarar que ante el éxito y la felicidad ajena no nos dejamos llevar por lo que parece la respuesta primaria, la envidia. Nos acostumbramos a creer que la reacción natural ante lo bueno que le ocurre a nuestro prójimo es desearlo para nosotros en vez de para él, pensar que ojalá fuésemos él, es decir, ojalá el no lo tuviese y lo tuviera yo.

Parece que hemos olvidado como se conjuga el verbo compartir, tanto es así que en el imaginario general compartir se asocia con una carga: cuando tu hermano te pasa la ropa o necesitas sufrir a un desconocido para afrontar los gastos de alojamiento cuando vas a la Universidad. Compartir sin embargo tiene más de alivio que de carga, es llevar juntos el peso de la vida, también y principalmente el de las alegrías.

Debemos vivir desde esta lógica, no como una imposición moral o doctrinal sino como un verdadero programa de vida, el de la generosidad, la entrega y la donación. Vivir es hacerlo con otros (la familia, los amigos, los compañeros de trabajo, etc.) y el otro debe ser parte de nuestra propia vida, debes hacerlo un hueco en tu corazón si realmente lo quieres llamar amigo, si merece la etiqueta de persona querida. La generosidad de abrir un espacio al otro hace que su destino, su suerte o desgracia, sean en buena medida las tuyas propias.

Por eso, cuando buscamos la anhelada fórmula de la felicidad no podemos quedarnos en la ecuación simple que se formula en primera persona, sino abrirnos a un verdadero sistema de ecuaciones en las que la felicidad de los otros es sin duda una variable fundamental de nuestra propia felicidad, hacer felices a los demás y ser feliz con su felicidad nos acerca sin duda ninguna a la auténtica felicidad.