Más allá del éxito de participación de cofrades y público, el aumento de visitantes o las incidencias por la climatología de los días centrales, esta Semana Santa ha reflejado cierta crispación, como si fuera inevitable que el ambiente hostil en el que se desarrolla la campaña electoral empañara a toda la sociedad.

Ciertamente, la Semana Santa de Zamora nunca ha sido ajena a los conflictos internos y en las actas históricas están reflejados numerosos desencuentros internos de las cofradías y enfrentamientos con las autoridades eclesiales. La historia, puede decirse, se repite, pero no por ello deja de resultar negativa la imagen que pueden transmitir ciertos hechos en una época en la que la información encuentra tantos canales por los que circular, pudiendo ocasionarse deformaciones peligrosas cuando se descontextualizan determinadas escenas. Eso es lo que podría resumirse con lo ocurrido en la asamblea de Jesús Nazareno, un rifirrafe más de este tipo de reuniones que no hubiera tenido más importancia no hubiera trascendido del ámbito en que se produjo pero que, en todo caso, empobrecen el sentido de la celebración. Cuidar las formas, pues, es un primer paso en ese ejercicio de preservación que los zamoranos tienen como obligación para proteger su Semana Santa.

Pero si importante es conservar las formas, mucho más el fondo, por complejo que resulte hacerlo en una celebración que concentra tantos y tan diversos elementos que la hacen única. Especialmente preocupante se muestra la deriva de las malas relaciones entre los directivos de la Semana Santa zamorana y del obispo, autoridad de la que, en definitiva, dependen todas las hermandades.

El pasado domingo de Ramos, de nuevo ausente en el pregón como en otros actos organizados directamente por la Junta pro Semana Santa, el prelado Gregorio Martínez Sacristán, no anduvo con paños calientes en la misa previa celebrada en la Catedral. El titular de la diócesis muestra su lógica preocupación porque la parte más laica de la celebración vaya ganando terreno hasta hacerle perder su sentido originario que no es otro que la fe en la religión católica.

Si el año pasado apeló a la interpretación estricta del Derecho Canónico para introducir la igualdad entre mujeres y hombres en todas las cofradías, en esta ocasión ha instado a la coherencia como creyentes de quienes participan directamente en la Semana Santa, a los que les ha pedido que actúen como "militantes y no como funcionarios", es decir, que apliquen el sentido cristiano que muestra el Evangelio a todas horas y no solo una vez al año. Tampoco es nueva esta batalla en las relaciones de la Iglesia y de las cofradías, pero el fenómeno del aumento del laicismo no es responsabilidad atribuible en exclusiva a las hermandades, cuando apenas hay ya vocaciones que permitan sostener no sólo las parroquias rurales, sino de las de la capital, obligando a una reciente reestructuración por parte de la diócesis zamorana.

Las cofradías deben ahondar más en esa esencia de sentido fraterno y ayuda mutua que les otorgaron carta de nacimiento, pero, al mismo tiempo, los responsables diocesanos no pueden sustraerse de los demás aspectos que forman parte de la Semana Santa zamorana. La celebración forma parte de la biografía de cada uno de los zamoranos, incluso de los menos creyentes o de los ateos, como afirmaba en estas mismas páginas el hermano Juan Emilio Antón, encargado de la plegaria del Silencio, frustrada este año por la lluvia. Intentar deshojar y separar las distintas caras del poliedro que define los distintos aspectos que alumbran la Pasión zamorana es una tarea poco menos que imposible.

Y más aún lo es que los fieles interpreten de forma adecuada la arenga episcopal contra costumbres arraigadas desde hace generaciones. Las meriendas del Jueves Santo y del Viernes Santo tienen un origen que sigue vigente: que los cargadores repongan fuerzas mientras el atrio de la Catedral resguarda los pasos de la Vera Cruz y del Santo Entierro, respectivamente. Por mucho que resulte contradictorio contra el sentido litúrgico de los días de Pasión y Muerte de Cristo, son momentos de encuentro de familias y amigos en una tierra desgarrada por la ausencia de la emigración. Una vez admitido este aspecto, existe una diferencia sustancial entre las reuniones entrañables de la familia y el desmadre en el que pueden llegar a convertirse estas citas. A ello se le suma el problema sin resolver del macrobotellón de la madrugada del Jueves al Viernes Santo: miles de jóvenes concentrados con el alcohol como excusa y ofreciendo una estampa que en nada casa con la esencia que pretende "vender" Zamora durante estas fechas.

Resolver los posibles desmanes requiere grandes dosis de diálogo y de reencuentro por todas las partes implicadas. Nadie dice que sea fácil, pero es necesario tender puentes para que el enfrentamiento no sacuda los cimientos de la Pasión zamorana.

Y para que ese entendimiento surja es necesario desprenderse de otros defectos internos que dañan la Semana Santa por parte de quienes, en teoría, figuran como sus máximos defensores. En estas circunstancias, sobran las soberbias y los personalismos que parecen perpetuarse extendiendo una terrible mácula sobre todo un fenómeno social, cultural, pero, definitivamente, espiritual. La concordia y el entendimiento deben regir las relaciones las partes fundamentales de la celebración, un entendimiento inexcusable puesto que la existencia de una es consustancial a la otra.