Decisivas las próximas elecciones. En ellas no se ventila la legítima alternancia, y ni siquiera los intereses de una partitocracia responsable de haber llevado al país a lo largo de años a una situación límite. Lo que se halla en juego es la supervivencia, a día de hoy nada segura, del régimen del setenta y ocho y la democracia constitucional.

Uno de los síntomas del deterioro irreversible de nuestro sistema de libertades es la quiebra del pacto de la transición, con una vulneración flagrante del espíritu de la Carta magna. Sin ir muy lejos, valga de ejemplo la humillante situación a que la clase política, por pura cobardía, dejación y oportunismo, ha conducido al idioma común, patrimonio de todos como derecho y también deber.

Algo, sin duda, grave. Pero mucho más lo es que salten por los aires, un día tras otro, los mecanismos legales en parlamentos autonómicos que no dejan de ser instituciones del Estado. El desprecio manifiesto a que se ven sometidos en el catalán los representantes de la única soberanía posible, o sea la española, lo mismo que el infame espectáculo de días pasados en el vasco, trascienden la pura anécdota.

En lo esencial, no por la capacidad de unas fuerzas políticas que representan de hecho un muy limitado poder local, bajo bambalinas y atrezo de la parafernalia autonómica. Quizás el auténtico problema se halle en quienes, bajo banderas distintas, se han empeñado por un miserable cálculo electoralista en cerrar los ojos ante una realidad incubada gobierno tras gobierno, desde el comienzo de la transición.

En todo caso, por unos u otros, los de ayer y los de hoy, el régimen del setenta y ocho parece abocado a una pronta liquidación y derribo. ¿III República? Mas la cuestión es, ¿con qué argamasa, con qué cimientos sólidos en lo político e institucional, para garantizar la paz, la convivencia y seguridad de todos?

Porque, de no dejarlo bien hilado y mejor asentado, el futuro es sencillamente aterrador. Como ya dije hace tres décadas en este mismo papel, anticipando punto por punto lo por venir a raíz del fatídico Título VIII de la Constitución, de quebrar nuestro Estado de derecho y nuestra actual democracia parlamentaria, la perspectiva puede ser no ya un régimen bananero y bolivariano en versión socialsanchista, sino la de una balcanización que conduzca a un conflicto civil similar, o incluso peor, que aquel que la generación prudente y sabia de nuestros padres creyó para siempre superado. Por desgracia, evitar o no semejante calamidad acaso ya ni siquiera dependa del voto, desde la irresponsabilidad de una clase política que antepone intereses personales y de partido a los generales de la nación y la ciudadanía.

¿O es que no ha llegado el momento de un gobierno amplio de concentración?