En el último informe de la Organización de la ONU para la Alimentación y la Agricultura (FA0) y el Programa Mundial de Alimentos (PMA), (Monitoring food security in countries with situations), publicado este pasado enero, se advierte de que hay 56 millones de personas que viven en hambre crónica. No es casualidad que esta realidad se concentre en Yemen, Sudán del sur, Afganistán, República Democrática del Congo, República Centroafricana y los habituales como son Somalia, Siria y la cuenca del lago Chad (noreste de Nigeria).

El denominador común son los conflictos armados.

En el Congo, cuya extensión geográfica es casi igual a la de Europa, el hambre se ha disparado con 13 millones de personas que requieren ayuda de emergencia debido a los enfrentamientos que se dan en el este del país. Lo cual es una paradoja, cuando es un territorio fértil y lleno de riquezas naturales pero que, precisamente, por esos intereses económicos distintos grupos buscan el control de tales recursos. La situación interna del país no deja de ser violenta e inestable. Los indicadores nos muestran un Estado fallido con todas las de la ley, no solo porque no controla el orden público, sino porque se encuentra a la cola del Índice de Desarrollo Humano (IDH), con una esperanza de vida de la población de 60 años y grandes desigualdades sociales. La constitución democrática, aprobada en 2006, solo es papel mojado. El régimen se apoya en un sistema patrimonialista ligado a empresas extranjeras, que no son capaces de frenar la violencia de los distintos grupos armados del interior del país.

La situación todavía es peor en Yemen, con 16 millones de yemeníes afectados por una aguda crisis alimentaria provocada por la guerra civil (entre los huzíes, chiíes, y los yemeníes suníes apoyados por Arabia Saudí), que lleva activa desde 2015, y que ha devastado el país (se contabilizan ya cerca de 15.000 muertos). En Afganistán, dos factores han acrecentado el daño que el hambre provoca en la población, la conflictividad interna (entre los talibanes, las fuerzas gubernamentales y otras etnias) y una tremenda sequía cuyo impacto ha sido demoledor en la atrasada agricultura afgana, en un país rural, y donde dos quintas partes de la población que viven en estas zonas necesitan ayuda. A eso se le añade que hay zonas de difícil acceso (en parte, provocado por la inaccesibilidad geográfica, en parte, por el impedimento de las fuerzas rivales) y, por lo tanto, se calcula que 10 millones de afganos padecen una crisis alimentaria crónica.

También en Sudán del Sur (independiente de Sudán del Norte, desde 2011), tras un fallido intento de golpe de Estado contra la gobernante etnia dinka, en 2013, por parte de la etnia nuer, impera caos y destrucción, a pesar de los intentos fallidos de mediación internacional. La guerra ha provocado unos 400.00 muertos (como la guerra civil siria), y 4,5 millones de desplazados cuyo acceso a los alimentos es muy restringido. Se calcula que siete millones de sudaneses dependen de la ayuda internacional, 1,2 millones de los afectados son niños desnutridos y otros 2,2, millones no tienen acceso a la educación. En la República Centroafricana hay, a su vez, cerca de dos millones de seres humanos afectados por la pugna entre la comunidad musulmana (con su milicia armada, los Seleka) y cristiana (y su milicia, los Anti-balaka), cometiendo numerosas tropelías desde 2013. Aparte de ser unos de los países más pobres del mundo (donde la situación sanitaria es catastrófica), tanto Save the Children como Unicef intentan rescatar a los niños que son reclutados por las milicias (los denominados niños de la guerra) y evitar los abusos a las niñas. Según ACNUR, un quinto de la población se ha visto obligada a desplazarse y se calcula que dos de cada tres niños necesitan de ayuda humanitaria.

Tanto este país como Sudán del Sur y Yemen son considerados de los países y lugares donde el riesgo de acrecentarse la violencia a gran escala es más elevado. Sin embargo, a pesar de la ayuda internacional, ya sea impulsada por la ONU o por distintas ONGs, lo cierto es que estas son zonas muy peligrosas, en donde no es fácil acceder ni hacer llegar la ayuda humanitaria esencial. Entre agosto y septiembre de 2018, por ejemplo, se han producido 38 asaltos a mano armada a instalaciones humanitarias. Además, se han contabilizado nada menos que 8 cooperantes fallecidos, produciéndose otros 338 ataques con violencia.

No hay duda de que es una profesión de mucho riesgo. Somalia es otro Estado fallido que lleva en conflicto desde inicio de los años 90, afectado por la guerra, la sequía y por el hombre. Es un país roto en mil partes, con amplias zonas controladas por señores de la guerra, otras por distintas milicias musulmanas (como Al Shabad, vinculada a Al-Qaeda y que impide la llegada de ayuda exterior) y, por supuesto, con una fuerte presencia de grupos que se dedican a la piratería.

Más de la mitad de la población (6,2 millones) sobrevive gracias a la ayuda humanitaria y, aun así, más de 250.000 niños somalíes padecen desnutrición severa Si la guerra civil Siria ha entrado en su fase decisiva, en la que todo apunta a una victoria sin paliativos del régimen de El Asad, la situación de la población civil sigue siendo igual de precaria. No hemos de olvidar que hay más de seis millones de desplazados, cuatro de ellos refugiados. Pero también se ha denunciado el uso del hambre como arma de guerra contra las zonas rebeldes.

En Nigeria, se denuncia que en las zonas bajo control de Boko Haram, la población infantil sufre una desnutrición aguda, produciéndose centenares de muertes al día, la mayoría de niños, según UNICEF. Si bien, solo es la punta del iceberg de una realidad más torva, de la que se sabe bastante poco, salvo que se ven afectadas nada menos que 20 millones de personas.

No hay duda de que el panorama que se nos presenta es desolador. Pues, no hemos de extrañarnos, por consiguiente, que se esté produciendo esta ola inmigratoria hacia Europa. Por eso, es hora de actuar con diligente humanidad.