¡Voto a brios! que fueron 100.000 los manifestantes que estuvieron en la plaza de Colón de Madrid, aquel domingo. Ni uno más, ni uno menos, exclamaba el "Guerrero del Antifaz" en un momento en que había dejado de perseguir al pérfido Ali Kan por las estepas castellanas. Y es que no hacía falta acudir a ningún método de cálculo, ni conocer la cubicación del espacio, ni los huecos entre personas, ni el número de individuos por metro cuadrado, bastaba con tomar nota de lo que había dicho al respecto el gobierno y la oposición. La oposición había dado la cifra de 200.000 y el Gobierno de 45.000 y, como ya se sabe, en función de sus intereses, unos duplican la realidad y otros la reducen a la mitad, de manera que quedaba claro que la cifra había sido de cien mil, muchos más de los que él había visto jamás en las mesnadas cristianas y en las sarracenas.

Acto seguido el "Guerrero", que nunca se supo si era hijo del Conde de Roca o del mismísimo Ali Kan, montó en su brioso corcel y espada en mano se lanzó contra los hermanos Kir quienes, a la sazón, perseguían a su muy amada Doña Ana María, hija del Conde de Torres, y pronto sacó chispas con su espada en los alfanjes y cimitarras árabes - o de los viles sarracenos, según quisiera mirarse - que blandían Osmin, Shanthal y Soleiman, con la sana intención de evitar tal felonía.

¡A fe mía! Que eran cien mil los de las huestes allí congregadas, repetía el "Guerrero" sin dejar de blandir su espada contra todo lo que se le ponía por delante, aun a pesar que solo contaba con la ayuda de su escudero Fernando.

Y no le faltaba razón al "Guerrero", porque la guerra de cifras no era sino una disculpa para dar como buena, o como mala, la batalla de la convocatoria de elecciones. Porque de lo que se trataba no era conseguir un brillante espectáculo visual de banderas al viento, sino de presionar al Gobierno para que convocara elecciones, puesto que quienes allí se concentraban estaban convencidos de ganarlas.

Y aunque ninguno de los líderes de los partidos que habían convocado aquella concentración, había podido conocer al legendario "Guerrero del antifaz" - aquel que utilizaba el término "felonía", cada dos por tres - puesto que no habían nacido cuando el comic del historietista Manuel Gago estaba en circulación, no impidió que alguno de ellos llamara "felón" al presidente del gobierno, porque, otra cosa no, pero lo de felón sonaba a nuevo, aunque fuera más viejo que el mismísimo "Cantar del Mío Cid".

Felón era el vasallo que se saltaba a la torera sus compromisos con el señor feudal a quien servía. De ahí que en algunos sitios la felonía se castigara o se castigue con más de un año de cárcel, o incluso con la muerte. De hecho, incluso hoy, en los EEUU dicen que es causa suficiente para poder deportar a quien cometiere un acto tipificado de esa manera. Por eso, quienes así consideraban al jefe de gobierno deberían haberlo denunciado en el juzgado más próximo, pues un individuo de tal perfil siempre resulta peligroso para los intereses del estado.

Pero, que se supiera, no había sido puesta ninguna denuncia, de lo que venía a deducirse que a lo mejor no era del todo felón, o solo un poco, o un felón del tres al cuatro, que vendría a ser como un incumplidor o algo por el estilo. De manera que el "Guerrero" que no entendía de sutilezas, ni podía presumir de haber leído muchos códices, no salía de su asombro, pues mientras él, allá por la época de la reconquista, en el siglo XV, se partía los cuernos luchando a brazo partido con los enemigos de la cristiandad, ahora resultaba que esa manera de actuar se había transformado en simples discursos, y en repetir consignas en voz alta a través de un megáfono.

Lejos quedaban los tiempos de la febril entrega y la desinteresada ayuda entre dos grandes amigos, como lo fueron Rodrigo Díaz de Vivar y Álvar Fáñez de Minaya, quienes por una causa común eran capaces de hacer cualquier cosa, ya que por encima de todo estaban sus elevadas miras, pensaba el "Guerrero del antifaz. Y es que las cosas habían cambiado, porque a falta de fijosdalgos, lo que ahora se veía en lontananza eran intereses partidistas, y una tendencia al regreso a los reinos de taifas. Así que decidió dejar plantada a la remilgada Condesa doña Ana María y echarse en los brazos de Zoraida, una buena chica de la media luna, más desinhibida, que, desde tiempo ha, bebía los vientos por él.