Llega a nuestros oídos, con relativa frecuencia, la noticia de que determinado delincuente ha visto reducida su condena, o que ha salido de vez en cuando a la calle, porque se ha portado bien en la cárcel. Y siempre nos preguntamos si es posible portarse mal cuando se está privado de libertad. Porque, desde fuera, se supone que en los centros penitenciarios habrá orden y disciplina para que esas instituciones puedan cumplir sus funciones, y unos horarios que permitan organizarse. Desde fuera, uno no se imagina que quienes, en un momento determinado, optaron por tomarse las leyes a chirigota, estén comportándose en la penitenciaría como le sale de las entretelas, de la misma manera que tampoco se imagina que los servicios médicos puedan hacer la guerra por su cuenta en los hospitales, o los empleados de una fábrica actuen a su libre albedrío en los talleres de producción.

En éstos y en cualesquiera otros casos, todos estamos obligados a comportarnos bien, más que nada porque no nos queda otro remedio, pues de no hacerlo así correríamos el riesgo de ser reprendidos por la sociedad o despedidos de nuestros puestos de trabajo. Pero claro, situación diferente es la de quienes se encuentran en prisión ya que, para ellos, lo de ponerlos en la calle no sería otra cosa que conseguir su principal objetivo, ya que forman parte de ese colectivo que parece soñar más con el regreso que con la partida.

Desde fuera, llega a entenderse que un preso pueda estar arrepentido, pero también se entiende que debe hacer lo posible para reparar el daño causado, si es que aspira a que la sociedad dedique los medios que tiene a su alcance en aras a ayudarle. Desde fuera también se entiende que quienes han causado dolor, deberían contribuir a minorarlo en lo posible, pues entre quienes son portadores de tanto sufrimiento continúa existiendo aquel instante en que le destrozaron la vida por completo. Pero eso no siempre sucede así, porque hay asesinos que no dan muestras de arrepentimiento, defraudadores que no devuelven el dinero esquilmado, violadores que están deseando salir para seguir abusando de mujeres, pederastas que le parece normal haber abusado de niños, a quienes les importa un carajo que por culpa suya haya gente con el corazón oprimido y el tórax contraído hasta el final de sus días.

Hay quienes no ponen reparos en invocar los derechos humanos en base a defender y reintegrar a los delincuentes que así actúan y sienten. A esos que así opinan cabría preguntarles quien o quienes son los encargados de recuperar a los familiares de los asesinados, violados o esquilmados, ya que nadie habla de ellos, ni siente preocupación, ni investiga por que calvario estarán pasando en esos tristes y largos días de silencio.

A algunos ladrones, esquilmadores o maleantes, se les llena la boca de pedir perdón a los que han ofendido, pero no se sabe de ninguno que haya devuelto la pasta que han robado, apiñado o rateado. Aunque si se sabe o al menos se intuye que la tienen bien guardada en paraísos fiscales o a nombre de algún testaferro, para vivir como un rey cuando abandonen la cárcel. Y eso no ayuda mucho a que la sociedad sea magnánima con ellos, porque si lo fuera no sería una sociedad indultadora, sino gilipollas. De estos bandidos no se conocen estadísticas, como tampoco se sabe de publicaciones que digan cuanto han robado, cuanto han llegado a devolver y cuál es el saldo que adeudan a la sociedad.

Algunos esgrimen como argumento justificativo de los delincuentes que vuelven a reincidir el hecho que tienen dificultad para encontrar trabajo cuando han llegado a cumplir sus condenas, pero se olvidan que algo parecido les ocurre a los que pierden su empleo cuando la empresa llega a prescindir de sus servicios - aunque hayan cumplido con la ley como ejemplares ciudadanos - y no les queda otra que resignarse a formar parte de las listas de parados, en medio de un silencio tan grande que les parece que el mundo ha llegado a dormirse.

Otros dicen que los tribunales ignoran sus ideologías y que ellos actúan como les parece oportuno, con independencia de lo que digan las leyes. Y cuando tras el juicio terminan en la cárcel, algunos los llaman presos políticos por el hecho de no ser misteriosos hombres encapuchados, ni delincuentes a sueldo, aunque tampoco puedan ser calificados de filósofos ni de idealistas, ya que simulan creer en señales que no existen.

En cualquier caso, no se ven lo mismo las cosas desde fuera que desde dentro. De hecho, desde fuera puede verse a gente capaz de amar mirando hacia el cielo, de admitir que las cosas simples pueden llegar a ser las más extraordinarias, de considerar que las lecciones del pasado pueden servir como proyectos de futuro, aunque, eso sí, llegando a distinguir la benevolencia de la tomadura de pelo.