Sé que a ninguno de mis lectores habituales le sorprenderá mi admiración por el gremio de los libreros y, en cierto sentido, mi envidia hacia ellos por dedicar su vida a navegar por mares de papel, por siempre nuevos y siempre viejos catálogos editoriales, por entre los anaqueles y estanterías en los que lucen los lomos de miles de libros a la espera de que unos ojos se fijen, unas manos se posen, un deseo se satisfaga en ellos.

En tanto se van cumpliendo años, quemando páginas del libro de la vida, descubrimos que los placeres más sofisticados suelen ser los más sencillos. Cuando vi por primera vez la magnífica película "Sabrina" me sorprendió la declaración del padre de la protagonista dando a entender que aunque habría podido dedicarse a profesiones mucho más lucrativas y de prestigio, había decidido trabajar como chófer de un rico empresario porque ese trabajo le permite ganarse la vida en una actividad que le deja la mayor parte del tiempo para dedicarlo a aquello que más le gusta, leer.

Más me sorprende comprobar lo esponjoso de las capas de nuestro cerebro almacenando la información de forma que ésta queda oculta al fondo de algún pasillo sin salida del laberinto neuronal o bien aflora con facilidad como si permanentemente estuviera fijada en la superficie de las capas más recientes por años que pasen. Esos pocos fotogramas han estado siempre mucho más presentes en mi memoria que el resto de la película y de muchas otras películas.

Un siglo hace que Ramón y Cajal dijera que investigar en España es llorar. Un siglo después la expresión es perfectamente extensible a unas cuantas actividades más, fundamentalmente vinculadas a la cultura. Entre otros, cansados de llorar los libreros -artesanos, consejeros, confidentes, buscadores de tesoros y preservadores de secretos- van perdiendo el paso y la ilusión.

Reponedores de estanterías en los "superermercados de libros", que igual podrían venderte un par de zapatos chinos o unos calzoncillos de marca que la Divina Comedia de Dante, por un lado y los gigantes del comercio por Internet por otro, se ocupan ahora de poner ante nuestros ojos aquello que "debemos leer" según el interés de los grandes emporios editoriales.

El posible cierre -confiemos en que se quede en traspaso- de la librería Semuret, tras 118 años siendo puerta de entrada al corazón del Casco Histórico zamorano, con su embriagador aroma a papel viejo, sus estantes abigarrados en aparente desorden, sus pilas de libros haciéndose hueco a codazos para atraer la atención del expedicionario lector que pasea su mirada por ellos y sus singulares escaparates, ha sido la peor noticia de la semana., símbolo de demasiadas cosas malas que pasan en Zamora.

Toca arriar las velas para Luis González. Más que mi homenaje, mi agradecimiento se escribe con el bello nombre de su establecimiento grabado en la primera letra de cada párrafo de esta columna, como en el lomo de los libros por los que mis ojos, ahora más llorosos, han navegado alegres y vivaces tantas y tantas veces.

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