No deja de ser curioso el comportamiento de muchas personas. Solemos dar la espalda a aquello que nos asusta y atormenta, con una actitud esquiva ante las propias dificultades de la vida. Una buena parte de esa forma de reaccionar no la provoca la inconsciencia, sino el miedo. El miedo a no saber afrontar con entereza los malos momentos, que indefectiblemente también forman parte de nuestras respectivas vidas. Decía Séneca que pasamos la vida como si siempre fuéramos a vivir y nunca se nos ocurre pensar en nuestra propia fragilidad, gastando el tiempo como si dispusiéramos de un caudal inmenso. Y así es, porque solo ante las adversidades somos, por lo general, capaces de valorar las muchas cosas que tenemos, en un amplio sentido inmaterial. Todo esto viene a cuento de la interesante charla ofrecida esta semana por el televisivo Jesús Calleja en un abarrotado salón de actos del centro de Discapacidad y Dependencia que el Imserso tiene en la localidad leonesa de San Andrés del Rabanedo. Unas palabras del conocido presentador que removieron no solo a las personas con discapacidad presentes, sino al conjunto de un auditorio expectante y ávido de escuchar los mensajes del aventurero. Al contenido de su charla me referiré luego, pero antes tengo que compartir con ustedes lo que una joven, en silla de ruedas, lanzó micrófono en mano en el posterior coloquio con Calleja. Y ojo, no tiene desperdicio. Puesto que asegurar, desde la convicción, que no le produce ahora ninguna envidia la gente que sí puede caminar, revela un enorme trasfondo, que no es otro que el aprendizaje de vida que supone una experiencia como la suya y la escasa consciencia que tenemos los demás sobre las cosas realmente importantes.

Esa hipocresía occidental se manifiesta, por ejemplo, ante los devastadores efectos de un terremoto o un huracán en Asia, creyendo erróneamente que la distancia nos hará invulnerables, porque sus ondas expansivas nunca nos alcanzarán. Pero todo es insensatez y, por supuesto, miedo.

Por eso, y retomando las palabras pronunciadas por Jesús Calleja ante un buen puñado de personas con capacidades diferentes, no puedo más que coincidir con él cuando reclama un modelo educativo en el que ya desde pequeños nos enseñen a ser felices. Porque en la felicidad y en el sentirse querido radican muchas de las aptitudes que marcarán nuestra propia evolución como personas. Pero, lamentablemente, nos preparan para ser competitivos y desarrollar una profesión, aunque luego eso nos pueda hacer infelices. De ahí que esa reivindicación a la felicidad me parece el mejor antídoto contra el miedo y la permanente insatisfacción que, a la postre, nos empuja a cubrir materialmente ese estado de ansiedad irracional. Tampoco me parece descabellada esa asignatura específica sobre la felicidad a la que el aventurero se refería con auténtica pasión como eje de una enseñanza dirigida a las personas. Ojalá más pronto que tarde los planes educativos cambien radicalmente y, además de prepararnos para los retos de un mercado cambiante y los nuevos puestos laborales que van a crearse en el entorno tecnológico, también nos preparen para lo esencial: aprender a ser felices.