Me encontraba el otro día en un hospital, en la sala de espera de una de sus consultas, observando cómo pasaba por el monitor esa combinación de cifras y letras que anuncian a quien corresponde pasar al especialista, cuando reparé que, a pocos metros de distancia, colgado de la misma pared, había otra pantalla de similares características que ofrecía imágenes de un programa televisivo. Pensé si eso de poner programas de televisión en los hospitales tendría como objetivo distraer a la gente y, así, teniéndola entretenida, evitar que les dé por parlotear en voz alta y provocar ese guirigay que suele montarse antes de ser llamados a consulta, cuando el paso de los minutos va haciendo mella en ellos, haciendo que se olviden de los letreros que recomiendan silencio.

Pues eso, que en esas me encontraba cuando apareció un pantallazo en el que aparecía la imagen de una presentadora con un enorme titular que decía "Kiko Rivera es esperado en un centro médico para pedir el alta de su enfermedad". De momento no caí en la cuenta que el tal Kiko era aquel Paquirrín que yo recordaba como "famoso" hijo de tonadillera, pero cuando apareció su imagen, en primer plano, salí de dudas. La presentadora explicaba con todo lujo de detalles que precisamente ese día le vencía el parte de "baja" que tenía el susodicho personaje, y ni corta ni perezosa conectó con una reportera que, micrófono en mano lo estaba esperando quien, para darle más emoción, informó que pediría conexión en cuanto apareciera. Pasaron los minutos y la conexión no llegó a producirse. Mientras tanto, en el otro monitor, en el de las citas, aparecieron las iniciales de mi nombre y apellidos y un número de orden que me daba acceso a la consulta. De manera que me quedé sin saber cómo acabó aquel notición digno de merecer un Emmy, un Globo de Oro, o algo por el estilo.

Eran las doce del mediodía de un miércoles y el programa lo ofrecía TVE-1, esa televisión pública que nos cuesta un carajal a los españoles, y que, por lo que se ve, no tiene ningún pudor en dar este tipo de noticias, si es que puede llamarse así a estas banalidades.

No es que la televisión pública tenga que emitir solo programas educativos, formativos o culturales, porque también los tiene que haber de entretenimiento, pero intentar distraer a los ciudadanos a base de informaciones sobre la vida cotidiana de un señor cuyos méritos no se le conocen, no parece que sea lo que hay que exigirle a una televisión que quiera preciarse de pública.

Claro que ese día no había noticias importantes sobre las que informar, ni de las que opinar, ni ningún personaje a quien entrevistar. Y es que, solamente, se debatían en el Parlamento los Presupuestos Generales del Estado; se había detenido a otro exministro y expresidente autonómico del PP; habían salido a relucir determinados tejemanejes del número dos del ministro de Hacienda; se estrenaba una nueva serie de televisión; había fallecido el escritor Philip Roth, premio Pulitzer y Príncipe de Asturias; el Real Madrid velaba armas de cara al campeonato de Europa de futbol; y se anunciaba que el centro de Madrid iba a ser cortado al tráfico, en un intento más de reducir la contaminación atmosférica. Así que como no había temas sobre los que hacer el programa, la televisión pública envió a sus huestes a cubrir el parte de "alta" del hijo de una tonadillera con antecedentes penales.

Ahora que acaba de cambiar el gobierno, con ministros que hasta hace pocos días eran oposición, los mismos que se quejaban amargamente, no sin razón, de la manipulación informativa que caracteriza la televisión pública, ahora tienen la oportunidad de demostrar si son defensores o no de la objetividad, y si son detractores o no de la caspa.

Nadie espera que vayan a renunciar al uso de la tele pública en beneficio propio, de ahí que, si propinaran un golpe de efecto atreviéndose a dar un paso en post de una tele seria y veraz, de cara a las próximas elecciones dicha acción superaría con mucho cualquier otro impacto de diseño para la campaña. Porque ya va siendo hora que en España pueda disponerse de una televisión pública que no esté tan burdamente manipulada y, a ser posible, que no nos haga gastar esos mil millones de euros, cada año, para hacer cosas mal llamadas magazine-reality, con las que contaminar las ondas electromagnéticas. El tiempo lo dirá.