La iniciativa de la CUP de llevar a una junta de distrito municipal la propuesta de convertir la catedral de Barcelona en un economato y en sede de una escuela de música ha merecido el reproche cuando no la burla de varios medios. Los anticapitalistas argumentan que el edificio es más objeto de negocio turístico que de culto, una objeción que, por otra parte, es válida para otros muchos inmuebles de la Iglesia católica donde hay más gente de visita que rezando.

En uno de esos medios, con fama de progresista, se compara la, a su juicio, disparatada propuesta de la CUP con el ejercicio de ponderación y sensatez del sultán Mehmed II tras la conquista de Constantinopla el 23 de mayo de 1453. Al sultán, que dio autorización a sus tropas para saquear la hermosa ciudad, se le preguntó qué destino debía de darse al famoso templo de Santa Sofía donde se habían refugiado numerosas personas, fundamentalmente ancianos, mujeres y niños. Y Mehmed II contestó que debería preservarse el monumento salvo ligeros retoques para adecuarlo al cambio de prácticas religiosas. Las generaciones siguientes hemos de agradecerle al sultán su prudencia y su buen gusto. Un ejemplo de tolerancia que en España tuvo otros casos parecidos como la Alhambra y la Mezquita de Córdoba, monumentos del arte musulmán que se han preservado de la destrucción para goce de todos.

Cuando el que esto escribe era un jovencísimo estudiante del bachillerato franquista se nos puso como ejemplo de la barbarie africana la toma de Santiago de Compostela en agosto del 997 por las huestes del caudillo Almanzor. Según nos dijeron entonces, el gran guerrero musulmán entró en la catedral a caballo e hizo beber a su montura del agua bendita de la pila bautismal. Luego, ordenó destruir el edificio, salvo la tumba atribuida al Apóstol ante la que rezaba un anciano monje, y llevar las campanas a Córdoba a hombros de prisioneros cristianos.

Los criterios sobre los que ha de fundamentarse el cambio de uso de los monumentos religiosos evoluciona con el paso del tiempo. En cualquier caso, la polémica de Barcelona me permite recordar el escandaloso asunto de las inmatriculaciones de propiedades inmobiliarias del que se ha beneficiado la Iglesia católica de España, un negocio de miles de millones que se ha podido desarrollar con la complicidad de los gobernantes, sobre todo del PP, y al amparo de una legislación disparatada. Basta la certificación de un obispo para declarar como propio un edificio o un solar. La certificación no se hace pública para evitar reclamaciones y al cabo de dos años se consolida la propiedad. Esto es mío porque yo lo digo.