Con algo de retraso, llegan estos días los asombros y terrores propios de un cambio de milenio. Allá en el rancho grande, el nuevo jefe de los caras pálidas Donald Trump se dispone a abolir el capitalismo a golpe de aranceles, limitaciones al comercio e intervención del gobierno en los negocios. Para compensar, los maoístas defienden los principios liberales en un foro de Suiza, patria querida del dinero. Ya solo falta que el papa se declare agnóstico en su audiencia de los domingos o que los madridistas encuentren atractivo el juego del Barça.

Trump brama contra la globalización, fustiga a los tiburones de Wall Street, desdeña a la OTAN y considera que los chinos eran menos peligrosos cuando ejercían de comunistas. Lógicamente, el presidente de la República Popular, Xi Jinping, defiende a su vez la apertura de los mercados y canta las glorias del capitalismo.

Jinping, reverso sonriente y discreto del extremoso Trump, le ha recordado a éste que nadie sale ganando en las guerras comerciales. Siempre será mejor invadir otros países con tus productos que hacerlo con tanques y aviones, como era costumbre en el bárbaro siglo XX. El comercio es la mejor vacuna contra las guerras propiamente dichas.

Lo bueno es que Jinping habla a partir de su propia experiencia de éxito. La milagrosa conversión de China al capitalismo -sin dejar de ser una dictadura comunista- obró entre otros portentos el de sacar de la hambruna a millones de habitantes de ese país en apenas veintipocos años. También el de crear una modesta pero creciente clase media en una nación que durante ese breve período ascendió a segunda potencia económica mundial (y subiendo).

Parece lógico que el presidente de tan populosa y pujante república exprese su fascinación por el capitalismo e incluso se exceda un poco en la exaltación de sus virtudes. Probablemente se trate de la fe de los conversos. No es fácil pasar en apenas dos décadas del Libro Rojo de Mao al Origen de la Riqueza de las Naciones, de Adam Smith, como manual de cabecera.

Contra estos aires liberales que llegan desde Pekín se levanta, paradójicamente, el nacionalismo parcelario y agreste de Donald Trump. El nuevo presidente del imperio considera que los chinos hacen trampas en los negocios y, para remediarlo, no se le ha ocurrido cosa mejor que construir muros para refugiarse del peligro amarillo.

Jinping ha recurrido a uno de los proverbios en los que tanto abunda la sabiduría china para recordarle al jefe de los capitalistas la inconveniencia de hacer política de campanario. "Uno puede encerrarse en una habitación oscura para que el viento y la lluvia se queden fuera", dijo el presidente chino en Davos. "Lo malo", añadió sutilmente, "es que también se quedan fuera la luz y el aire". Puro Confucio.

Trump, que parece poco amigo de filosofías y metáforas, quizá no lo haya entendido. No es probable que el iracundo hombre del flequillo llegue al extremo de controlar la economía yanqui mediante planes quinquenales como los de la antigua URSS; aunque a estas alturas del despropósito ya no convenga desdeñar hipótesis alguna. Menos mal que aún nos queda China y su sabiduría de milenios para equilibrar la balanza. Porque ya habrán notado que se avecina un choque de imperios.