Los seres humanos somos la única especie que, en numerosas ocasiones, nos entregamos al dolor, a la ansiedad, al miedo y al escapismo, queriendo cambiar de casa o de ciudad, y a todo sentimiento negativo sin ningún esfuerzo, y después nos pasamos días, a veces años, aferrados a ellos, porque nos da la impresión de que ese es un aspecto fundamental de nuestra caótica existencia que no debemos olvidar por simple supervivencia y por si no queremos cometer errores, lo que provoca que toda ella sea un desastre y que los demás nos rehúyan. Conservamos a lo largo de la vida la esencia del miedo dentro de nosotros y aflora en los momentos más inesperados, pero sobre todo cuando nos sentimos vulnerables.

Creemos entonces que nada tiene solución y nos volvemos catastrofistas, sin saber que como decía David R. Hawkins en su libro "El camino de la entrega", que el gran valor de saber cómo entregar es que todos y cada uno de los sentimientos se pueden dejar en cualquier momento y en cualquier lugar en un instante, y puede hacerse continuamente y sin esfuerzo. Si esto nos parece complicado, empecemos por practicar la herramienta budista de la sana indiferencia.

Cuando pasa el tiempo y volvemos la vista atrás, nos damos cuenta de que problemas irresolubles del pasado carecen de todo sentido si los comparamos con los que nos preocupan en la actualidad y que muchos de ellos se generan por la forma que tenemos los humanos de interpretar el mundo, cuando creemos que alguien conspira contra nosotros o cuando pensamos que no ganar siempre es un fracaso y no una forma de crecer. Es decir que basamos nuestra vida en meras suposiciones.

Por eso es necesario que nos situemos en el momento presente para que podamos gestionar estos sentimientos mejor, neutralizar nuestras frustraciones, así y recordando las palabras de Hawkins, comprenderemos que las podemos dejar en cualquier instante y sin esfuerzo, pero como nos gusta tanto sufrir, nos recreamos en ellas una y otra vez, dándole vueltas y más vueltas a la batidora de nuestra mente, dejando pasar nuestra vida al lado, sin vivirla plenamente.

Y es que no nacemos aprendidos y se necesita un mínimo entrenamiento para pensar de otra manera. Lo que no debemos hacer en esos momentos es aislarnos y alimentar el miedo y seguir quejándonos de lo desgraciados que somos. Tenemos que empezar a potenciar la valentía para salir de las situaciones adversas, siguiendo la receta que Billy Graham nos daba al afirmar que la valentía es contagiosa. Cuando un hombre adopta una posición firme, las columnas vertebrales de los demás se enderezan también.

Estos días he conocido ejemplos de personas que han superado esa manera de pensar, una de ellas es un deportista de élite y excampeón del mundo, el tenista Novak Djokovic, cuyo hermano, Marko, tenista también, pasó una temporada difícil de desadaptación y depresiones, tras lo cual, fue atendido por un logroñés, Pepe Imaz, que regenta una escuela de tenis en Marbella y aplica un curioso método de curación, que recuerda la época de los hippies de los 60 y cuyo lema resume bien la terapia que aplica: Amor y paz.

Imaz enseña en su escuela fundamentalmente a conocerse a uno mismo, a interpretar los impulsos incontrolables que a veces afloran en nosotros y a refrenarlos. Es en el equilibrio interior de las personas a donde van dirigido ese método de enseñanza, que propugna como herramientas básicas, la relajación y la meditación. Gracias a eso, Marko superó su angustia y Novak, al darse cuenta de que dicho método funcionaba, fichó a su maestro para que lo acompañara en los torneos y así poder también él liberarse de la agresividad y del miedo al fracaso. Esa es la manera que tuvo de comprender que lo importante no es ganar o perder, sino simplemente vivir. Y cada uno de nosotros es quien tiene que saber cómo quiere que se desarrolle su vida.

Djokovic ya no siente que el deporte se tenga que basar en la agresividad, en un sufrimiento interior o en la rivalidad, sino en que piensa que es un lujo y una bendición poder jugar manteniendo conexiones con valores positivos, como el agradecimiento o el amor. Antes jugaba para ganar simplemente, ahora para disfrutar por lo que se siente en paz consigo mismo y rejuvenecido.

Otras personas convierten el miedo y el dolor en inspiración para otros, recuerdo el caso de Francisco Luzón que ha aparecido también estos días en los medios de comunicación por padecer ELA, Esclerosis Lateral Amiotrófica, una enfermedad devastadora, que acaba paralizando al ser humano, aunque lo deja plenamente consciente hasta el último momento. Este exbanquero ha perdido autonomía a pasos agigantados y en vez de hundirse ha creado una fundación que lleva su nombre para apoyar la investigación de esta enfermedad y para aconsejar a los enfermos y familiares de los mismos. El otro día lo escuché en una entrevista radiofónica, ya no puede articular palabras y hablaba por una aplicación del móvil, su voz sonaba metálica, pero a pesar de todo, me tocó el corazón. Citó una canción inspiradora para él, "Todo cambia", que han interpretado numerosos artistas, como Mercedes Sosa o Julio Nunhause y que fue recopilada por Juan Alfonso Carrizo hace muchos años, se trata de una copla argentina, que el pueblo cantaba en pueblos y aldeas y cuya letra coincide con la terapia propuesta por Imaz. "Cambia, todo cambia, (?) Pero no cambia mi amor/ por más lejos que me encuentre/ ni el recuerdo ni el dolor/ de mi pueblo y de mi gente".

Y lo más curioso de todo es que en momentos que para otros serían de desesperanza, Francisco Luzón, defiende, que está preparado para esta situación.

Por eso, en estos días, aprendamos a no aferrarnos al dolor con desesperación, seamos nosotros mismos, dejemos de una vez de interpretar el mundo, controlemos nuestro tiempo, digamos no cuando queramos decir no, simplifiquemos nuestras vidas, soltemos lastre, que nuestro caminar no se convierta en una rutina, desconectemos, seamos creativos, solidarios, apuntémonos a causas perdidas, disfrutemos de la valentía contagiosa, saboreemos lo único que poseemos, nuestro presente.

Tal vez por eso Marco Aurelio ya defendía que no es la muerte lo que un hombre debe temer, debe temer que nunca empiece a vivir.