La vida del señor Atilano no ha sido fácil. Nació en un pueblo al norte de la provincia de Zamora cuando en España unos y otros estaban pegándose tiros en los campos de combate. Con el paso del tiempo, aprendió a sobrevivir en medio de las carencias más elementales: sin agua en las casas, con barro en las calles y con una alimentación mucho peor que escasa. En los inviernos, el frío helaba los aposentos familiares y en verano, por el contrario, los calores eran tan intensos que apenas podían suplirse con unos sombreros de paja. Atilano fue creciendo y, a medida que cumplió años, no le quedó más remedio que colaborar activamente en las faenas agrícolas de la familia, ya fuera segando, acarreando, trillando, vendimiando o con lo que se terciara. Con apenas siete, ocho o nueve años era uno más en el tajo. Ahora, cuando Atilano comparte algunas de estas historias con sus nietos, estos se echan a reír y no dan crédito a las palabras del abuelo.

Los hijos y muy especialmente los nietos de Atilano han nacido y se han criado en otros contextos: en invierno, la calefacción nunca falta en las casas y en verano, cuando aprieta el calor, las piscinas públicas o, incluso en algún caso, las privadas son un remedio para sofocar las altas temperaturas. Lo curioso es que durante estas semanas, cuando las familias suelen reunirse en la casa del abuelo, las quejas de los retoños son habituales y nunca faltan en las conversaciones, ya sean en la comida, la merienda o la cena. Se quejan por todo: porque se levantan a las 12 de la mañana y madrugar no está entre sus planes, porque tienen que ir a comprar el pan y, muy especialmente, por el intenso calor. Se les ve derrengados y hechos polvo durante todo el día. Los lamentos son las palabras más habituales que salen por sus bocas: ¡qué fuego hace!, ¡esto no hay quien lo aguante!, ¡así no hay quien viva! Como es lógico, Atilano escucha estos quejidos y monta en cólera. Calores y sudores, piensa él, los de su época.

Los nietos, sin embargo, erre que erre: que estos sofocos son insoportables, que la culpa es del cambio climático, del deshielo de los casquetes polares y de las variaciones de las corrientes de aire. Atilano contesta que se dejen de tantas pamplinas, que las temperaturas de ahora, aunque el termómetro marque 36, 37 o 38 grados, no pueden compararse con las de antes, cuando a las dos, las tres o las cuatro de la tarde había que estar en los campos, bajo un sol de justicia, segando o en las eras, trillando. Que eso era mucho peor que el calor: era el infierno en la tierra. Que antes el sol se metía en el cuerpo y no había ni dios que lo sacara. Los que sabemos, porque lo hemos vivido, de qué habla Atilano, llegamos a la misma conclusión: nunca como ahora se ha vivido tan bien en los pueblos de España, aunque las temperaturas de estas fechas sean insufribles para esta pléyade de chavales que se han criado entre algodones y que lamentablemente suelen confundir el calor con los sudores y las calenturas de la vida.