Ser campesino es duro, muy duro, seas hombre o mujer, que cuando llega el sacrificio y el olvido, la soledad no sabe de sexos, ni de horarios, ni de fiestas en el calendario. Cierto es. Como que las mujeres, sin quitarle su mérito a los hombres -nuestros padres y abuelos- han sido y son el alma máter de nuestros pueblos y familias, sacando tiempo de donde no lo había y fuerzas, a veces de rabia y flaqueza, para vivir y sobrevivir, mejor o peor, pero con cierta dignidad. Lo sabemos, mejor que nadie quienes nacimos en el medio rural alistano y vimos y vemos a nuestras queridas madres y abuelas hacer milagros para que, incluso en tiempos de estrecheces como la Guerra Civil, nunca faltase algo en la mesa para comer, aunque fuera un torrezno de tocino asado o unas berzas con patatas. Tenemos endurecida el alma y las mejillas de los golpes que nos dio la vida y allí estaban ellas siempre para secar nuestras lágrimas y calmar nuestro dolor como las tres Marías del Calvario. Cada día, lo confieso, me emociono al ver esas mujeres ya ancianas, porque tras su semblante amable y corazón abierto hay, lo sé, una historia, llena de alegrías y sinsabores, aciertos y también errores, que las convierten en las mejores madres y abuelas de mundo. Lo dieron todo por nosotros y nosotros estamos obligados a dar por ellas incluso, si fuera necesario, la vida. Y no es un decir. Se lo debemos, eso y estar a su lado, eternamente agradecidos.