La prudencia es una virtud que exige el compromiso consciente y la actitud cabal por parte del individuo. Más que saludable, su puesta en práctica supone un ejercicio de inteligencia y de madurez mental que no necesariamente se corresponde con la edad del sujeto. Invocamos la prudencia estos días de intenso tráfico en las carreteras. Apelamos a ella cuando despedimos un sábado en la puerta a nuestros hijos adolescentes. O acudimos a su significado cuando escuchamos a los partidos políticos esgrimir sus programas electorales.

Es, por tanto, una seña de identidad de nuestro grado de responsabilidad en todo aquello que abordamos, lo que realmente nos aporta la conciencia de discernir entre lo que está bien y lo que es incorrecto. Pero, últimamente, esa capacidad innata al raciocinio la dejamos escapar por el resquicio del despropósito y la hipocresía. La prudencia "no vende", no está de moda y, mucho menos se aplaude en estos tiempos convulsos y de constantes cambios. Y, sin embargo, cuánto bien nos haría a todos actuar prudentemente, que es como actuar en consecuencia con nuestros principios y valores.

No sé ustedes, pero quien suscribe prefiere personas prudentes al frente de los gobiernos, de los poderes económicos, de la justicia, de las empresas y hasta de las comunidades de vecinos. ¡Bendita cualidad! Encomendándonos de verdad a ella lograríamos dignificar una convivencia en la que, por desgracia, prevalecen otras cuestiones más efímeras e inconsistentes.

Bastaría para empezar con pequeños propósitos para no caer en el pozo del fracaso, por el que, habitualmente, se deslizan las grandes promesas. Así que estos días -y siempre- prudencia al volante, prudencia en las salidas nocturnas y prudencia con lo que se compromete desde un cargo público o cualquier atalaya política. Porque el fracaso suele acompañar a los imprudentes, dicho sea de paso con toda la prudencia posible.