Impresiona comprobar cuán bajo pueden caer quienes tenían, o imaginaban tener, vocación de héroes. Alguien decide abandonar una existencia normal y embarcarse en una aventura espiritual de abnegación absoluta, de completa entrega a los otros, dejando tras de sí familia, amigos, tal vez un prometedor itinerario profesional. Asume además renuncias vitales enormes, especialmente en los campos de la afectividad y de la libertad personal, ofreciendo a una confesión religiosa obediencia sin condiciones. Tras muchos años de sacrificios y carencias, las privaciones emocionales le juegan a ese alguien una mala pasada y se convierte en un abusador crónico; o bien el debilitamiento de una fe que no halla respuesta suficientemente cálida en su interior le conduce, como sublimación o compensación, a buscar fundamentalmente la promoción burocrática, el «cursus honorum» institucional y el poder de dominar e imponer a otros la ciega subordinación que él ha tenido que aceptar como una de las piezas capitales de la contextura heroica. Pierde así una vida que, iniciada como una febril apuesta de generosidad, se desenvuelve y concluye como una experiencia humana absurda y patética.

Lo mismo les sucedió a los revolucionarios profesionales que rechazaron la más mínima comodidad individual para luchar por la libertad y la fraternidad humanas y acabaron de funcionarios de un aparato represor de esos ideales. En «Vida y destino», de Vasili Grossman, un veterano bolchevique que había consagrado todos sus afanes a la construcción del socialismo termina por darse cuenta de la distopía realmente conseguida: el monstruo estalinista. Por una cruel ironía, esa percepción de aquello en lo que verdaderamente se ha convertido le llega al viejo revolucionario, preso en un campo de concentración alemán, cuando un oficial de las SS lo trata con la cordialidad venenosa de un colega, incluso dirigiéndose a él como «maestro», ya que ambos han combatido, al fin y al cabo, por un mismo tipo de revolución: la que conduce al poder terrorista total. «No existen abismos entre nosotros», le dice el nazi. «Somos formas diferentes de una misma esencia: el Estado de Partido». Más aún, añade: si el nacionalismo es la fuerza más poderosa del siglo XX, el alma de nuestra época, el socialismo en un solo país constituye la expresión suprema del nacionalismo. Sí, ciertamente, ¡qué vida más perdida! Peor aún: ¡qué lástima haber nacido para cometer errores tan trágicos! Lo mismo debió sentir Judas, cuya muerte fue un acto de grandeza, el último reconocimiento y homenaje a un proyecto inicial heroico, quizás la restauración del reino de Israel y la liberación mesiánica de la ocupación romana, algo estrictamente inmanente bien alejado del propósito de Jesús de Nazaret. Cosa que, dicho sea de paso, revelaría la incompatibilidad desde el principio entre nacionalismo y cristianismo.

Hay, sin embargo, en esta clase de perdedores un altruismo originario cuya derrota conmueve. Como buscadores de significado existencial hicieron apuestas personales máximas. Se lanzaron a las turbulentas aguas de las pasiones humanas porque creyeron ver (dos verbos cuya proximidad lo expresa todo) el paraíso en la otra orilla. Demostraron con tal decisión una ambición admirable, pero -y he aquí lo que sobrecoge- fracasaron y acabaron por vivir de manera mediocre y filistea, cuando no de forma envilecida y moralmente miserable, o incluso criminal.

Un ejemplo muy distinto de perdedor, menos patético, es el de Barack Obama. ¿Obama perdedor? ¿No es el primer presidente estadounidense de origen afroamericano? Sí, pero es que el reto no consistía únicamente en que un negro ocupase el Despacho Oval, con ser ello un acicate para la integración racial. Consistía ante todo en ser un buen presidente. Ser negro, mujer, homosexual o piel roja no lo garantiza. Obama tenía un proyecto transformador -«yes, we can»- en el orden social (sistema sanitario universal, legalización de los millones de inmigrantes clandestinos, etc.), en el terreno de las libertades y en la política exterior. Era y es un orador sumamente brillante, pero también un político tremendamente contemporizador y pastelero. Él llama a esta flojera «bipartidismo» (lo que nosotros denominaríamos como «centrismo»), por oposición al sectarismo partidista, pero en realidad es el chalaneo de un político profesional, muy curtido en los entresijos de la maquinaria regional (Illinois) y nacional. Lo peor resulta que un distinguido exalumno de la Facultad de Derecho de Harvard, de cuya afamada revista fue director, mantenga abierto ese horror totalitario de Guantánamo, ordene asesinatos selectivos en el extranjero, incluso de ciudadanos norteamericanos, someta a control las conversaciones de los periodistas, espíe a sus mismos aliados y vigile las comunicaciones informáticas de todo el mundo («yes, we scan»). Transmutada o dividida su personalidad (Obabush), ha llegado a afirmar que «no se puede tener el máximo de seguridad con el máximo de libertad». Pero ¿qué diablos enseñan en Harvard? Este hombre, a quien la fortuna política le ha sonreído tanto, ha interiorizado de tal manera el sistema de valores WASP (blanco, anglosajón, protestante) en su degeneración actual, próxima al reduccionismo mental e ideológico «afrikaner», que se comporta ya como un tejano de alta cuna. Ahí está la zafiedad imperialista con que está manejando en las relaciones exteriores el caso Snowden. ¿Qué pensarán ahora quienes, apenas llegado a la Casa Blanca y sin otro mérito que la ilusión que su elección despertó en todo el mundo, le otorgaron el Premio Nobel de la Paz?

Finalmente, están los perdedores en sentido estricto, es decir, los de siempre. Fijémonos, con un nudo en la garganta, en uno de ellos: ese niño de una escuela de Gerona que le cuenta a su profesora: «Hoy para desayunar traigo el bocadillo mágico: pan con pan. Y yo decido qué lleva dentro». Mientras tanto, y frente a este «deber» de decidir de un chico que padece hambre o malnutrición, los dirigentes catalanes invierten millones en el logro de otra decisión como «derecho».