Un juez no es un personaje simpático. Un rey basa su éxito en la afectuosa adhesión que despierta entre los súbditos que le otorgan sus numerosos privilegios. Un país en que los jueces aventajan en simpatía a los reyes demuestra que los magistrados ejercen sus funciones por encima del deber -corrupción, desahucios, preferentes- y que la Familia Real afronta un grave problema. De imagen, salvo que la corona no dispone de ninguna otra arma porque su discurso es un sopicaldo insípido. Este país se llama España, nos estábamos olvidando. Para solventar el riesgo de extinción, la Zarzuela ha decidido criticar a los jueces que cumplen con su cometido, y desplegar tácticas de interacción con la prensa que sonrojarían a Franco. Se logra de este modo el doble objetivo de aumentar la simpatía de la población hacia los tribunales, y de erigirse en la institutriz cascarrabias que abronca a los contribuyentes que la sufragan. Los oráculos regios se transmiten en extraños aquelarres, celebrados por la Casa del Rey con periodistas no especificados, pero seleccionados por la flexibilidad de su lomo y por su disposición a incumplir todos los códigos éticos de la profesión que abandonan en cuanto traspasan el umbral palaciego. A través de los míseros portavoces de la Zarzuela aprendemos que Cristina de Borbón es infanta y mártir, la única de la larga lista de sacrificados que habita un palacete de diez millones de euros y tiene todo el Estado a su servicio para que no rinda cuentas. En cambio, los periodistas de espinazo doblado no transmiten ninguna intención regia de devolver los millones de euros públicos saqueados por sus miembros menos recomendables. Gracias a esta nefasta política de comunicación, el rey dificulta un poco más la sucesión en su hijo, y se emparenta al Felipe González -consejero de Gas Natural- que pone su segundo brazo en el fuego por Magdalena Álvarez, después de haber quemado el primero en la hoguera de Barrionuevo y sus GAL. Dado que el monarca y su principal presidente del Gobierno insisten en arruinar la transición, no es de extrañar que la ciudadanía busque cobijo bajo el áspero manto judicial.